Ewell asintió, pero Falsey había seguido avanzando. Justo delante, dos gigantescas escaleras l egaban en arco hasta este nivel, una a la izquierda y otra a la derecha. Era fácil comprobar que cada conjunto de escalones de piedra subía tres pisos, y que el de la derecha llegaba hasta el sótano. Cada escalera rodeaba un enorme tótem de madera obscura. Falsey se había detenido junto a uno de los tótems y miraba hacia arriba. El tótem se elevaba hasta el mismo techo y estaba coronado por un águila tallada. La madera carecía de pintura, y tenía largas grietas verticales.
—Mira eso —dijo Falsey.
Ewell miró. Símbolos paganos de pueblos salvajes.
—Vamos —dijo.
Los dos volvieron a la Rotonda. Junto al guardarropa había unas puertas de vidrio abiertas, con una señal de piedra encima que decía Sala de Exposiciones Garfield Weston; había gavillas de trigo a cada lado del nombre Weston. Encima de él había una bandolera de tela azul oscuro que proclamaba en letras blancas:
A ambos lados de las puertas estaban los logotipos y nombres de los patrocinadores corporativos que habían hecho posible la exposición, incluyendo el Banco de Montreal, Abitibi-Price, Bell Canada y el
Falsey y Ewell entraron en la galería. Un mural que representaba un océano supuestamente antiguo dominaba una de las paredes, con todo tipo de bichos extraños nadando por ahí. Expositores con tapas de vidrio inclinadas cubrían las otras paredes y la división central.
—Mira —dijo Ewell, señalando.
Falsey asintió. Las cajas sobresalían de las paredes; había espacio bajo cada una de ellas. Allí se podían colocar explosivos con facilidad —pero probablemente los viesen, si no los adultos, ciertamente los niños pequeños.
Había como un centenar de personas por los alrededores, mirando a los fósiles o viendo los vídeos sobre los descubrimientos. Ewell se sacó del bolsillo de la cadera un pequeño cuadernillo de espiral y empezó a tomar notas. Recorrió la sala, contando el número de expositores —había veintiséis—. Falsey, mientras tanto, localizó discretamente las tres cámaras de seguridad, dos de el as fijas y una que se movía de un lado a otro. Eso sería un problema, pero no insuperable.
A Ewell no le importaba el aspecto en sí de los fósiles, pero al joven Falsey sí. Examinó cada expositor. Contenían losas de pizarra mantenidas por medio de topes de plexiglás. Sería un problema delicado; aunque se podía romper la pizarra arrojándola al suelo, también podía ser bastante resistente. A menos que se diseñasen adecuadamente las explosiones, los expositores podían quedar dañados, pero las piedras conteniendo los estrafalarios fósiles podían escapar ilesas.
—Mami —dijo un niño—, ¿qué son ésos? —Falsey miró lo que apuntaba el niño. Al fondo de la sala había dos grandes modelos: uno mostraba una criatura con múltiples patas como zancos y tentáculos que le sobresalían de la espalda. El otro mostraba una criatura que caminaba sobre patas tubulares con un bosque de pinchos que le salía de todo el cuerpo.
La madre del niño, una mujer hermosa de unos veinte años, miró a la placa y luego le explicó a su hijo:
—Bien, cariño, mira, no estaban seguros del aspecto de esta criatura, porque es tan extraña. Originalmente, no podían siquiera decidir qué lado era el superior, así que aquí modelaron dos formas posibles.
El niño pareció quedar satisfecho con la respuesta, pero Falsey tuvo que luchar por evitar hablar. El fósil era una mentira evidente, una prueba de fe. Que no tuviese buen aspecto sin que importase en que posición lo colocasen era prueba evidente de que nunca había estado vivo. Le partía el corazón ver como pervertían con triquiñuelas a una mente joven.
Falsey y Ewell pasaron una hora en la galería, familiarizándose con ella por completo. Falsey dibujó el contenido de cada expositor para saber cómo estaban dispuestos los fósiles en su interior. Ewell prestó atención a los sistemas de alarma —eran evidentes si sabías qué estabas buscando.
Y cuando hubieron terminado, salieron del museo. En el exterior, había un grupo grande de personas, muchas de el as llevando una chapa con el habitual alienígena gris de cabeza grande y ojos negros; también estaban allí cuando Falsey y Ewell entraron — locos de los ovnis y fanáticos religiosos esperando ver al alienígena o su nave.
Falsey compró una pequeña bolsa grasienta de palomitas a un vendedor cal ejero. Comió un poco y tiró el resto, grano a grano, a las numerosas palomas que recorrían las aceras.
—Bien —dijo Ewell—, ¿qué opinas?
Falsey agitó la cabeza.
—No hay sitio para esconder bombas. Y no hay garantía de que, si las pudiésemos ocultar, las rocas sufriesen daño en la explosión.
Ewell asintió renuente, como si se hubiese visto obligado a aceptar la misma conclusión.
—Eso significa que tendremos que tomar acciones directas —dijo.