Читаем El cálculo de Dios полностью

Rhonda examinó la caja. Tenía un interior de espuma negra especialmente recortado al tamaño justo para contener una carabina Intertec Tec—9, una bestia desagradable — esencialmente una ametralladora— como del tamaño del brazo de un hombre. Poseer la pistola era ilegal en Canadá, pero lo más inquietante era que Falsey y Ewell la hubiesen dejado atrás, optando en su lugar por la Tec —9, un arma prohibida incluso en Estados Unidos debido a su cargador de treinta y dos proyectiles. Rhonda se llevó las manos a las caderas y examinó lentamente la habitación. Había dos ceniceros; era una habitación para fumadores. Tenía un conector de datos para un módem, pero no había rastro de un ordenador portátil. Entró en el baño. Dos maquinillas de afeitar y una lata de espuma. Dos cepillos de dientes, uno de ellos muy gastado.

De vuelta a la habitación principal, notó una Biblia cubierta de negro descansando sobre una de las mesas de noche.

—¿Causa probable? —le dijo Rhonda a su compañero.

—Eso diría yo —dijo Hank.

Kalipedes les miraba.

—¿Qué significa eso?

—Significa —dijo Rhonda—, que hay suficientes pruebas superficiales de que se ha cometido un crimen, o está a punto de cometerse, como para permitirnos registrar a conciencia esta habitación sin tener que pedir una orden. Si lo desea, puede quedarse y observar… de hecho, le pediría que lo hiciese. —Habían denunciado al departamento más de una vez, personas que afirmaban que un objeto valioso había desaparecido durante un registro.

Kalipedes asintió, pero se volvió hacia la camarera.

—De vuelta al trabajo —dijo. Ella salió por la puerta.

Rhonda sacó un pañuelo y lo usó cogido entre dos dedos para abrir la gaveta de una de las mesas de noche. En su interior había otra Biblia, en este caso encuadernada en rojo —la típica Biblia de hotel—. Sacó un bolígrafo del bolsillo y lo empleó para abrir las tapas de la Biblia negra. No era de las de hotel, y en su interior decía «C. Falsey» en tinta roja. Miró a la caja de la ametralladora.

—Nuestros chicos de la Biblia deberían releer la parte que habla de convertir las espadas en arados, digo yo.

Hank gruñó como respuesta y usó su propio bolígrafo para extender los papeles que había sobre el vestidor.

—Mira esto —dijo después de un rato.

Rhonda se acercó. Hank había revelado un mapa de Toronto desplegado. Asegurándose de agarrarlo sólo por los bordes, Hank le dio la vuelta y señaló a la parte que hubiese servido de portada de haber estado plegado. Tenía una pegatina de precio de Barnes and Noble —una cadena de librerías estadounidenses, sin sucursales en Canadá—. Presumiblemente, Falsey y Ewell se habían traído el mapa desde Arkansas. Hank le volvió a dar la vuelta cautelosamente. Era un mapa a todo color con todo tipo de símbolos e indicaciones. Pasó un momento antes de que Rhonda notase el círculo trazado a bolígrafo en el cruce de Kipling con Horner, a menos de dos kilómetros de donde se encontraban ahora.

—Señor Kalipedes —llamó Rhonda. Le indicó que se acercara, cosa que hizo—. Este es su vecindario, señor. ¿Puede decirme qué hay en la intersección de Kipling con Horner?

Se frotó la barbil a cubierta por la barba incipiente y gris.

—Un Mac's Milk, un Mr. Submarine, y un establecimiento de lavado en seco. Oh, sí… y esa clínica que volaron hace poco.

Rhonda y Hank intercambiaron miradas.

—¿Está seguro? —preguntó Rhonda.

—Claro que sí —dijo Kalipedes.

—¡Dios santo! —exclamó Hank, comprendiendo la magnitud del asunto—. Dios santo.

Examinaron el mapa a toda prisa, buscando cualquier otra marca. Había tres más. Una de ellas era un círculo trazado a lápiz alrededor de un edificio representado por un rectángulo rojo en Bloor Street. Rhonda no le tuvo que preguntar a nadie qué era eso. El mismo mapa lo decía en cursiva: Real Museo de Ontario.

También rodeados por un círculo estaban el SkyDome —el estadio donde jugaban los Blue Jays— y el centro de emisiones de la CBC, a unas manzanas al norte del SkyDome.

—Atracciones turísticas —dijo Rhonda.

—Excepto que se llevaron un arma semiautomática —dijo Hank.

—¿Hoy juegan los Jays?

—Sí. Milwaukee está en la ciudad.

—¿Pasa algo en la CBC?

—¿Un domingo? Sé que por las mañanas emiten programas en directo; no estoy seguro de las tardes —Hank miró al mapa—. Además, quizá fueron a otro sitio que no sea ninguno de éstos. Después de todo, no se l evaron el mapa.

—Aun así…

Hank no necesitaba que le aclarasen las consecuencias.

—Sí.

—Iremos al RMO… tienen a ese extraterrestre de visita —dijo Rhonda.

—En realidad no está al í —dijo Hank—. No es más que una transmisión desde la nave nodriza.

Rhonda gruñó para indicar que ya lo sabía. Sacó un móvil del bolsil o.

—Enviaré equipos a la CBC y al SkyDome, y pediré a un par de chicos de uniforme que esperen aquí por si Falsey y Ewell regresan.

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