—Dios santo —dijo el hombre que sostenía el arma. Medio volvió el rostro hacia su compañero más joven, que llevaba un corte de pelo militar—. Dios santo, ¡mira esas cosas! —Tenía acento del sur de Estados Unidos.
—Alienígenas —dijo el hombre del corte de pelo militar, como si estuviese probando la palabra; tenía un acento similar. Luego, un momento más tarde, decidiendo que efectivamente la palabra se ajustaba, la repitió con mayor intensidad—. Alienígenas.
Di medio paso al frente.
—Evidentemente, son proyecciones —dije—. En realidad no están aquí.
Puede que los forhilnores y los wreeds tuviesen costumbres distintas de las humanas, pero al menos no eran tan tontos como para contradecirme.
—¿Quién eres? —preguntó el hombre del arma—. ¿Qué haces aquí?
—Yo soy Thomas Jericho —me presenté—. Soy el director del departamento de paleontología aquí en —levanté la voz todo lo que me atreví, con la esperanza de que la operadora del 9—1—1 oyese mis palabras, en caso de que Christine no le hubiese podido comunicar dónde estábamos— el Real Museo de Ontario. —Evidentemente, a estas alturas, el propio guardia nocturno del museo habría comprendido que algo iba mal y con toda seguridad habría l amado a la policía.
—No debería haber nadie aquí a estas horas de la noche —dijo el hombre del corte de pelo militar.
—Estábamos tomando algunas fotografías —dije—. Queríamos hacerlo cuando el museo estuviese cerrado.
Como unos veinte metros separaban nuestro grupo de los dos hombres. Podría haber un tercer o cuarto intruso en la sala de exposiciones, pero no había visto señales de ello.
—Si puedo preguntar, ¿qué están haciendo? —inquirió Christine.
—¿Quién eres tú? —preguntó el hombre del arma.
—La doctora Christine Dorati. Soy la directora del museo. ¿Qué hacen aquí?
Los dos hombres se miraron. El tipo del corte de pelo militar se encogió de hombros.
—Estamos destruyendo esos fósiles mentirosos —miró a los alienígenas—. Alienígenas, habéis venido a la Tierra, pero escucháis a la gente equivocada. Estos científicos —casi escupió la palabra— os mienten, con sus fósiles y demás. Este mundo sólo tiene seis mil años, el Señor lo creó en sólo seis días, y nosotros somos su pueblo elegido.
—Oh, Dios —dije, invocando a la entidad en la que ellos creían pero yo no. Miré a Christine—. Creacionistas.
El hombre de la ametralladora se estaba impacientando.
—Ya basta —dijo. Apuntó a Christine—. Suelta el teléfono.
Ella lo hizo; el teléfono golpeó el suelo de mármol con estruendo y se le soltó la tapa.
—Vinimos aquí a hacer un trabajo —dijo el hombre del arma—. Todos vosotros os vais a tender en el suelo, y yo voy a terminar. Cooter, cúbrelos.
El otro hombre metió la mano en el bolsil o de la chaqueta y sacó una pistola. Nos apuntó.
—Ya habéis oído —ordenó—. Al suelo.
Christine se agachó. Hollus y el otro forhilnor descendieron como yo nunca había visto antes, haciendo bajar el torso esférico lo suficiente para tocar el suelo. Los dos wreeds se quedaron de pie, ya fuese perplejos o quizá fisiológicamente incapaces de tenderse.
Y yo tampoco me tendía. Estaba aterrorizado —de eso no había duda—. Mi corazón estaba desbocado, y podía sentir el sudor en la frente. Pero esos fósiles no tenían precio, maldición —estaban entre los más importantes de todo el mundo—. Y yo era el que había conseguido que se exhibiesen al público en el RMO.
Di un paso al frente.
—Por favor —dije.
Más disparos en el interior de la galería. Era casi como si las balas penetrasen en mi carne; podía ver los esquistos rompiéndose, los restos del
—No —pedí, rogando genuinamente en mi voz—. No lo hagan.
—Atrás —dijo el hombre del pelo corto—. Quédate donde estás.
Tomé aire por la boca; no quería morir —pero de todas formas iba a hacerlo—. Tanto si sucedía esa noche o meses después, iba a pasar. Di otro paso al frente.
—Si crees en la Biblia —dije—, entonces debes creer en los Diez Mandamientos. Y uno de ellos —sabía que mi argumentación sería mucho más convincente si supiese cuál— dice «No matarás» —di otro par de pasos en su dirección—. Puede que quieras destruir esos fósiles, pero no puedo creer que me mates.
—Lo haré —dijo el hombre.
Más ráfagas de disparos, acompañadas del sonido del vidrio rompiéndose y las rocas fragmentándose. Me sentía como si me fuese a estallar el pecho.
Agitó el arma en mi dirección; estábamos como a unos quince metros.
—Ya he matado —dijo. Sonaba a confesión, y en su voz había lo que parecía angustia real—. Esa clínica; ese doctor…
Más disparos, retumbando y reverberando.
Dios mío, pensé. Los de la clínica abortista…
Tragué profundamente.
—Eso fue un accidente —dije, haciendo una suposición—. No puedes dispararme a sangre fría.
—Lo haré —dijo el hombre al que el otro había llamado Cooter—. Lo haré, de verdad. ¡Así que retrocede!