Mut Ang llegó corriendo al puesto de mando y en dos saltos se plantó ante el pupitre. El negro espejo del radar había cobrado vida, y en él — como en un lago sin fondo— flotaba una esfera luminosa diminuta, de contornos bien definidos, balanceándose de arriba abajo y deslizándose lentamente hacia la derecha. Lo extraño era que los robots, encargados de dar la señal de alarma para evitar el choque de la nave con meteoritos, no funcionasen. ¿Acaso la luz de la pantalla no era un reflejo del rayo propio, sino de otro, desconocido?
La nave seguía el mismo rumbo, y el punto luminoso temblaba ahora en el cuarto inferior de la pantalla, a estribor... Lo que esto significaba hizo estremecerse a Mut Ang. Tey Eron se mordió el labio y Kari Ram se agarró al borde del pupitre hasta sentir dolor. Algo maravilloso e inimaginable volaba al encuentro de ellos, precedido por el potente rayo de un localizador, el mismo que el Telurio lanzaba a gran distancia delante de sí.
Tan vivo era el deseo del capitán de que sus sospechas se viesen confirmadas y tan grande su miedo de caer en el abismo de la desilusión después de un alocado vuelo de la esperanza, como había ocurrido ya centenares de veces a los astronautas terrenos, que el hombre no pudo pronunciar palabra. Y esa inquietud suya pareció transmitirse a los que estaban enfrente...
El punto luminoso de la pantalla desapareció para aparecer de nuevo al cabo de un instante; luego, empezó a apagarse y a encenderse con intervalos: cuatro luces rápidas, una pausa, luego dos, y otra vez cuatro. Esta sucesión regular de señales podía ser atribuida solamente al cerebro humano, la única fuerza racional del Universo.
No quedaba lugar a dudas: otra nave espacial venía en dirección contraria al Telurio. En aquella parte del Universo no surcada hasta entonces por ninguna astronave terrena, únicamente podía encontrarse un vehículo cósmico llegado de otro mundo, de los planetas de otro sol muy distante...
El radar principal del Telurio, manejado por Kari Ram, empezó también a emitir señales intermitentes. Parecía cosa imposible que esos signos fuesen recibidos de igual manera a bordo de la nave desconocida...
La voz de Mut Ang, difundida por los amplificadores denotaba agitación:
— ¡Atención! ¡A nuestro encuentro viene una nave desconocida! Nos desviamos del rumbo y empezamos a frenar la marcha. ¡Que todos dejen sus ocupaciones y se coloquen en los puntos designados para casos de emergencia!
No había que perder ni un segundo. Si la otra nave volaba con la misma rapidez que el Telurio, la velocidad de acercamiento de ambos sería aproximadamente como la sublumínica o sea, sobre poco más o menos, de 294.000 kilómetros por segundo. Según señalaba el radar, la gente tenía a su disposición tan sólo cien segundos. Mientras Mut Ang había estado hablando por el micrófono, Tey Eron susurró algo al oído de Kari, y éste, pálido por la tensión del esfuerzo, efectuó ciertas combinaciones en la tabla del radar.
— ¡Formidable! — exclamó el capitán, al observar cómo en la pantalla de control el rayo de luz describía una curva hacia la izquierda, hacia atrás y luego giraba en espiral.
No habían pasado más de diez segundos, cuando una silueta luminosa, en forma de flecha, apareció en la pantalla, se curvó hacia la derecha del círculo negro y giró también vertiginosamente en espiral. Un suspiro de alivio, casi un gemido, escapóse simultáneamente a los tres hombres que ocupaban el puesto central de mando. ¡Los seres extraños que venían a su encuentro desde las profundidades ignotas del Universo habían comprendido la señal! ¡A tiempo!
Sonaron los timbres de alarma. No era ya el rayo de luz de un radar, sino el cuerpo macizo de una nave lo que se reflejaba en la pantalla principal. En el acto, Tey Eron desconectó el autopiloto y desvió al Telurio una chispa hacia la izquierda. Cesaron los sonidos, y la pantalla quedó nuevamente negra. Los hombres apenas si tuvieron tiempo de advertir la línea luminosa que, como una exhalación, se deslizó por el radar de la banda derecha. Las naves pasaron de largo, la una ante la otra, a una velocidad inimaginable y fueron a perderse en la infinidad del espacio.
Pasarían algunos días antes de que volvieran a encontrarse. No se había dejado escapar el momento; las dos astronaves disminuirían la marcha, darían la vuelta y a una velocidad calculada por los aparatos de precisión, se acercarían de nuevo al lugar de su encuentro.
— ¡Atención todos! — exclamó Mut Ang por el micrófono—. ¡Empezamos a frenar la marcha! ¡Que cada sección dé la señal en cuanto esté preparada!