Cuando Tertuliano Máximo Afonso se despertó a la mañana siguiente, supo por qué le había dicho al sentido común, apenas entró en el coche, que aquélla era la última vez que lo veía con barba postiza y que a partir de ahí iría a cara descubierta, a la vista de todo el mundo. Que se disfrace quien quiera, fueron, terminantes, sus palabras. Lo que entonces hubiera podido parecerle a una persona desprevenida simplemente una temperamental declaración de intenciones motivada por la justificada impaciencia de quien está siendo sometido a una sucesión de duras pruebas, era, a fin de cuentas, sin que lo sospechásemos, la simiente de una acción repleta de consecuencias futuras, algo así como enviar un cartel de desafío al enemigo sabiendo anticipadamente que las cosas no van a quedarse en ese punto. Antes de continuar, sin embargo, convendría a la buena armonía del relato que dedicáramos algunas líneas a analizar cualquier inadvertida contradicción que haya entre la acción de la que más adelante daremos cuenta y las resoluciones anunciadas por Tertuliano Máximo Afonso durante el breve viaje con el sentido común. Una rápida excursión por las páginas finales del anterior capítulo mostrará de inmediato la existencia de una contradicción básica manifestada en distintas variantes expresivas, tales como el que Tertuliano Máximo Afonso dijera, ante el prudente escepticismo del sentido común, en primer lugar, que había puesto punto final al asunto de los dos hombres iguales, en segundo lugar, que quedara patente que Antonio Claro y él nunca más volverían a encontrarse, y, en tercer lugar, con la retórica ingenua de un final de acto, que se había levantado de la mesa de juego, que abandonaba la sala, que dejaba de estar. Ésta es la contradicción. Cómo puede afirmar Tertuliano Máximo Afonso que dejaba de estar, que abandonaba, que se levantaba de la mesa, si, apenas sin desayunar, lo vemos precipitarse a la papelería más cercana para comprar una caja de cartón dentro de la cual enviará a Antonio Claro, vía correo, nada más y nada menos que la misma barba con que en los últimos tiempos lo hemos visto disfrazado. Imaginando que Antonio Claro acabase teniendo un día de éstos motivos para usar un disfraz, sería cosa suya, nada tendría que ver con un Tertuliano Máximo Afonso que salió dando un portazo y diciendo que no volvería más. Cuando, de aquí a dos o tres días, Antonio Claro abra el paquete en su casa y se encuentre con una barba postiza que inmediatamente reconocerá, será inevitable que le diga a su mujer, Esto que aquí ves, aunque parezca una barba, es un cartel de desafío, y la mujer le preguntará, Pero cómo puede ser eso, si tú no tienes enemigos. Antonio Claro no perderá tiempo respondiéndole que es imposible no tener enemigos, que los enemigos no nacen de nuestra voluntad de tenerlos y sí del irresistible deseo que tienen ellos de tenernos a nosotros. En el gremio de los actores, por ejemplo, papeles de diez líneas despiertan con desalentadora frecuencia la envidia de los papeles de cinco, por ahí se comienza siempre, por la envidia, y si después los papeles de diez líneas pasan a veinte y los de cinco tienen que contentarse con siete, el terreno queda abonado para que en él se desarrolle una frondosa, próspera y duradera enemistad. Y esta barba, preguntará Helena, cuál es su papel en medio de todo esto, Esta barba, se me olvidó decírtelo el otro día, es la que usaba Tertuliano Máximo Afonso cuando fue a encontrarse conmigo, es comprensible que se la pusiera y confieso que hasta le agradezco la idea, imagínate que alguien lo ve cruzar el pueblo y lo confunde conmigo, las complicaciones que de ahí podrían haber nacido, Qué vas a hacer con ella, Podría devolvérsela con una nota seca poniendo a ese entrometido en su lugar, pero eso sería entrar en un tú-me-dices-yo-te-digo de imprevisibles consecuencias, que se sabe cómo empieza pero no se sabe cómo acabará, y tengo una carrera que defender, ahora que mis papeles son ya de cincuenta líneas, con la posibilidad de crecer si todo sigue bien, como promete ese guión que hay ahí, Si estuviera en tu situación la rompía, la tiraba, o la quemaba, muerto el bicho se acabó la rabia, No parece que esto sea un caso de muerte repentina, Además, tengo la impresión de que la barba no te quedaría bien, No bromees, Es una manera de hablar, lo que sé es que me trastorna el espíritu, que incluso llega a desasosegarme el cuerpo saber que en esta ciudad hay un hombre exactamente igual que tú, aunque continúe resistiéndome a creer que las semejanzas lleguen hasta tal punto, Te repito que son totales, que son absolutas, las propias impresiones digitales de nuestros documentos de identidad son idénticas, como tuve ocasión de comparar, Me dan mareos sólo de pensarlo, No te dejes obsesionar, tómate un tranquilizante, Ya me lo he tomado, estoy tomándolos desde que ese hombre llamó, No me había dado cuenta, Es que no te fijas mucho en mí, No es verdad, cómo podría saber que tomas comprimidos si lo haces a escondidas, Perdona, estoy un poco nerviosa, pero no tiene importancia, esto pasará, Llegará un día en que ya ni nos acordaremos de esta maldita historia, Mientras no llegue tienes que decidir qué vas a hacer con esos pelos repugnantes, Voy a ponerlos con el bigote que usé en aquella película, Qué interés puede tener guardar una barba que ha sido usada en la cara de otra persona, La cuestión está precisamente ahí, de hecho la persona es otra, pero la cara no, la cara es la misma, No es la misma, Es la misma, Si quieres que me vuelva loca, sigue diciendo que tu cara es su cara, Por favor, tranquilízate, Además, cómo metes en el mismo saco esa intención de guardar la barba, como si se tratara de una reliquia, y llamarla nada más y nada menos que cartel de desafío enviado por mano enemiga, que fue lo que dijiste cuando abriste la caja, No dije que venía de un enemigo, Pero lo pensaste, Es posible que sí, que lo haya pensado, pero no estoy seguro de que sea la palabra justa, ese hombre nunca me ha hecho mal, Existe, Existe para mí de la misma manera que yo existo para él, No has sido tú quien lo ha buscado, supongo, Si yo estuviese en su caso, mi proceder no habría sido diferente, Juro que lo habría sido si me hubieras pedido consejo, Ya veo que la situación no es agradable, no lo es para ninguno de los dos, pero no consigo comprender por qué te inflamas tanto, Yo no me inflamo, Poco te falta para que te salten llamas de los ojos. A Helena no le saltaron llamas, sino, inesperadamente, lágrimas. Le dio la espalda al marido y se fue al dormitorio, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria. Una persona dada a supersticiones que hubiese sido testigo de la deplorable escena conyugal que acabamos de describir, tal vez no perdiese la ocasión de atribuir la causa del conflicto a cualquier influencia maligna del apéndice postizo que Antonio Claro se obstinaba en guardar al lado del bigote con que prácticamente se inició en su carrera de actor. Y lo más seguro sería que esa persona moviera la cabeza con aire de falsa compasión, y soltase el oráculo, Quien con sus propias manos mete al enemigo en casa, que no se queje después, avisado estaba y no hizo caso.