Pocos minutos pasaban de las ocho de la mañana siguiente cuando estacionó el coche casi enfrente de la puerta por donde esperaba ver salir a María Paz, al otro lado de la calle. Parecía que el patrón de los detectives se había quedado allí toda la noche guardándole la plaza. La mayoría de los comercios todavía están cerrados, uno u otro por vacaciones del personal según se explica en carteles, se ven pocas personas, una fila, más corta que larga, espera el autobús. Antonio Claro no tardó en comprender que sus laboriosas cavilaciones sobre cómo y dónde debería colocarse para espiar a María Paz habían sido no sólo una pérdida de tiempo sino también un gasto inútil de energía mental. Dentro del coche, leyendo el periódico, es donde menos se arriesga a provocar atenciones, parece que está esperando a alguien, y ésta es una pura verdad, pero no se puede decir en voz alta. Del edificio bajo vigilancia, paulatinamente, van saliendo algunas personas, hombres casi todas, pero de entre las mujeres ninguna que se corresponda con la imagen que Antonio Claro, sin darse cuenta, ha estado formando en su mente con la ayuda de algunas figuras femeninas de las películas en que ha participado. Eran las ocho y media en punto cuando la puerta del edificio se abrió y una mujer joven y bonita, agradable de ver de pies a cabeza, salió acompañada de una señora de edad. Son ellas, pensó. Dejó el periódico, puso el motor en marcha y esperó, inquieto como un caballo metido en su casilla, aguardando el disparo de salida. Despacio, las dos mujeres siguieron por el lado derecho de la acera, la más joven dando el brazo a la mayor, no hay nada más que saber, son madre e hija, y probablemente viven solas. La vieja es la que respondió ayer al teléfono, por la manera como camina debe de haber estado enferma, y la otra, la otra me apuesto la cabeza a que es la célebre María Paz, que no está nada mal físicamente, no señor, el profesor de Historia tiene buen gusto. Las dos ya iban adelante, y Antonio Claro no sabía qué hacer. Podía seguirlas y volver atrás cuando montaran en el coche, pero eso sería arriesgarse a perderlas. Qué hago, salgo, no salgo, adónde irán esas tías, la culpa de la grosera expresión la tuvo el nerviosismo, no suele Antonio Claro usar ese género de lenguaje, le salió sin querer. Dispuesto a todo, se bajó del coche y, a zancadas, fue tras las dos mujeres. Cuando las tuvo a la distancia de unos treinta metros aflojó y procuró ajustar el paso con ellas. Para evitar aproximarse demasiado, tan despacio la madre de María Paz caminaba, tuvo que parar de vez en cuando y fingir que miraba los escaparates de las tiendas. Se sorprendió al notar que la lentitud lo comenzaba a irritar, como si en ella adivinase un obstáculo para acciones futuras que, aunque no completamente definidas en su cabeza, no podrían, en cualquier caso, tolerar el mínimo estorbo. La barba postiza le producía picor, el camino parecía no acabar nunca, y la verdad es que no había andado tanto, a lo sumo unos trescientos metros, la próxima esquina es el fin de la jornada, María Paz ayuda a la madre a subir la escalera de la iglesia, se despide de ella con un beso, y ahora vuelve atrás por la misma acera, con el paso grácil que tienen algunas mujeres, que andan como si bailaran. Antonio Claro atravesó la calle, se paró una vez más ante un escaparate por cuyo vidrio de aquí a poco va a pasar la esbelta figura de María Paz. Ahora toda la atención será poca, una indecisión puede echarlo todo a perder, si ella entra en uno de estos coches y él no consigue llegar a tiempo al suyo, adiós mis desvelos, hasta el segundo día. Lo que Antonio Claro no sabe es que María Paz no tiene coche, que va a esperar tranquilamente el autobús que la dejará cerca del banco donde trabaja, al final, el compendio del perfecto detective, actualizado en lo que atañe a tecnologías punta, había olvidado que, de los cinco millones de habitantes de la ciudad, algunos tendrían que quedarse atrás en la adquisición de medios de locomoción propios. La fila de espera había aumentado poco, María Paz se puso en ella, y Antonio Claro, para no quedar demasiado cerca, dejó que le pasaran delante tres personas, es cierto que la barba postiza le tapa la cara, pero los ojos no, ni la nariz, ni las cejas, ni la frente, ni el pelo, ni las orejas. Alguien formado en doctrinas esotéricas aprovecharía para añadir el alma a la lista de lo que una barba no tapa, pero sobre ese punto haremos silencio, por nuestra causa no se agravará un debate inaugurado más o menos desde el principio de los tiempos y que no acabará tan pronto. El autobús llegó, María Paz todavía consiguió encontrar un asiento libre, Antonio Claro irá de pie en la plataforma, al fondo. Mejor así, pensó, viajaremos juntos.