Читаем El hombre duplicado полностью

Tertuliano Máximo Afonso no se durmió. Tenía que salir rápidamente de esta casa, no podía arriesgarse a que Antonio Claro volviera a casa más pronto de lo que había dicho, antes del mediodía, fueron sus formales palabras, imaginemos que las cosas en la casa del campo no sucedieron como él esperaba, y viene ya por ahí desenfrenado, irritado consigo mismo, con prisa de esconder la frustración en la paz del hogar, mientras le cuenta a la esposa cómo le ha ido en el trabajo, inventando, para desahogar su malhumor, contrariedades que no existieron, discusiones que no sucedieron, acuerdos que no se realizaron. La dificultad de Tertuliano Máximo Afonso estriba en no poder irse de aquí sin más ni más, tiene que darle a Helena una justificación que no dé pie a desconfianzas, recordemos que hasta este momento ella no ha tenido ningún motivo para pensar que el hombre con quien ha dormido y gozado esta noche no es su marido, y, siendo así, con qué cara le va a decir ahora, para colmo habiendo ocultado la información hasta el último instante, que tiene asuntos urgentes que resolver fuera de casa en una mañana como ésta, de sábado estival, cuando lo lógico, teniendo en cuenta que la armonía de pareja alcanzó la sublimidad que presenciamos, sería que continuasen en la cama para proseguir la conversación interrumpida amén de lo que de más y mejor pudiera suceder. No falta mucho para que Helena aparezca con el desayuno, hace tanto tiempo ya que no lo tomaban así, juntos, en la intimidad de un lecho todavía perfumado de las particulares fragancias del amor, que sería imperdonable echar a perder una ocasión que todas las probabilidades, por lo menos las ya por nosotros conocidas, están expresamente conspirando para que sea la última. Tertuliano Máximo Afonso piensa, piensa y vuelve a pensar, y pensando, pensando, hasta este extremo puede llegar en su persona lo que designamos energía paradójica del alma humana, cada vez se va tornando más desmayada, menos imperiosa la necesidad de salir, y, al mismo tiempo, sobrepasando imprudentemente todos los previsibles riesgos, cada vez va tomando más consistencia en su espíritu una loca voluntad de ser testigo presencial de su definitivo triunfo sobre Antonio Claro. En carne y hueso, y sujetándose a todas las consecuencias. Él que venga y lo encuentre aquí, él que se enfurezca, que brame, que use violencia, nada podrá disminuir, haga lo que haga, la extensión de su derrota. Él sabe que la última arma la maneja Tertuliano Máximo Afonso, bastará que ese mil veces maldito profesor de Historia le pregunte de dónde viene a estas horas y que Helena, finalmente, conozca el lado sórdido de la prodigiosa aventura de los dos hombres iguales en las señales del brazo, en las cicatrices de la rodilla y en las dimensiones del pene, y, a partir de hoy, iguales también en emparejamientos. Tal vez tenga que venir una ambulancia para recoger el cuerpo maltratado de Tertuliano Máximo Afonso, pero la herida de su agresor, ésa, no se cerrará nunca. Podrían haber quedado por aquí las mezquinas ideas de venganza producidas por el cerebro del hombre acostado que espera el desayuno, pero eso sería no contar con la atrás mencionada energía paradójica del alma humana, o, si preferimos darle otro nombre, la posibilidad de emergencia de sentimientos de una desusada nobleza, de una caballerosidad muy digna de aplauso ya que algunos antecedentes personales en todo censurables nada abonaban en su favor. Por increíble que nos parezca, el hombre que por cobardía moral, por miedo a que se conociera la verdad, dejó ir a María Paz a los brazos de Antonio Claro, es el mismo que, no sólo está preparado para soportar la mayor paliza de su vida, sino que piensa que es su estricto deber no dejar sola a Helena en la delicada situación de tener un marido al lado y ver entrar a otro por la puerta. El alma humana es una caja de donde siempre puede saltar un payaso haciéndonos mofas y sacándonos la lengua, pero hay ocasiones en que ese mismo payaso se limita a mirarnos por encima del borde de la caja, y si ve que, por accidente, estamos procediendo según lo que es justo y honesto, asiente aprobadoramente con la cabeza y desaparece pensando que todavía no somos un caso perdido. Gracias a la decisión que acaba de tomar, Tertuliano Máximo Afonso ha limpiado de su expediente unas cuantas faltas leves, pero todavía tendrá que penar mucho antes de que la tinta que registra las otras comience a desvanecerse del papel sepia de la memoria. Suele decirse, Demos tiempo al tiempo, pero lo que siempre nos olvidamos de preguntar es si quedará tiempo para dar. Helena entró con el desayuno cuando Tertuliano Máximo Afonso se levantaba, No quieres tomarlo en la cama, preguntó, y él respondió que no, que prefería sentarse cómodamente en una silla en vez de tener que estar atento a una bandeja que oscila, a una taza que se desliza, a los grasientos churretes de la mantequilla, a las migajas que se insinúan entre las arrugas de las sábanas y siempre acaban clavándose en los puntos más sensibles de la piel. Fue un discurso que hizo como pudo para parecer gracioso y bien humorado, pero su único objetivo era disimular una nueva y apremiante preocupación de Tertuliano Máximo Afonso, o sea, si Antonio Claro viene ya, al menos que no nos sorprenda en el tálamo conyugal mordisqueando pecaminosamente scones y tostadas, si Antonio Claro viene ya, al menos que encuentre su cama hecha y su cuarto aireado, si Antonio Claro viene ya, al menos que pueda vernos limpios, peinados y vestidos como Dios manda, porque esto de las apariencias es lo mismo que pasa con el vicio, ya que andamos mano a mano con él, y no se vislumbra manera de evitarlo ni verdadera ventaja en que tal acontezca, al menos que preste de vez en cuando homenaje a la virtud, aunque simplemente lo haga en las formas, además, es bastante dudoso que valga la pena pedirle algo más que eso.

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