– ¿Y no se ha puesto usted a pensar en el aguante de esas pobres señoritas? -le comentó Molina, tarde ya aquella noche, cuando por fin regresaban a Surco y al huerto desde aquellos campos de batalla en los que los mellizos Gran Duque y Oso…
– Por favor, Molina: los mellizos Céspedes Salinas…
– Sí, señor.
…aquellos campos de batalla en que los pobres mellizos se habían estrellado nuevamente, esta vez contra un simple baile de disfraces, en el que unas muchachas alegres y sencillas no habían estado a la altura de sus sueños y anhelos, sino en el infierno mismo de sus peores temores. Porque tanto Susy como Mary, y hasta Melanie, si se quiere, también, en todo momento se negaron a interpretar el papel que los habría hecho felices, otorgándoles esa dosis de torpe coquetería que un par de tipos como ellos creía inherente al carácter de todas las mujeres.
Lo demás transcurrió todo en el campo de polo de Contralmirante Montero y General La Mar, en el límite entre los distritos de San Isidro y Magdalena, donde además tenían sus academias de equitación dos hombres tan distintos como el día y la noche: el germánico y callado viejo Steiger y el argentínico y extrovertido conde Lentini, al que es preferible no darle sino una nacionalidad aproximada, por precaución, y por no ofender, ya que en él todo era falso de nacimiento e incluso el titulillo que se gastaba lo había comprado hace poco -no sabemos si pagado-, en un viaje tan, tan rápido a Italia, que un periodista de sociales aseguró en su diaria columna que, de la avenida Italia, ese señor nunca pasó. El conde Lentini, que era brillantina pura y que habría querido vestirse como un caballero inglés, sólo lograba al galopar que los perros del barrio le ladraran a su paso, realmente furibundos y sumamente críticos, sobre todo aquellos perros que pertenecían a algunas discretas pero elegantes casas de color blanco y ventanas coloniales, que bordeaban el club de polo escondidas entre árboles, cipreses y buganvillas, y que sin duda comparaban la ropa del jinete con la voz de su amo y con la ropa y con todo, menos la brillantina, que, en este caso, era incomparable tanto por su calidad como por su cantidad e, incluso, se diría, por su intensidad. Su paso por la avenida Contralmirante Montero, su cruce por la calle General La Mar, y su llegada al camino para caballos de la avenida Salaverry, al frente de un nutrido grupo de discípulos, era simple y llanamente el recorrido más ladrado que jamás haya existido, y ladrado dos veces al día, además, uno a la ida y otro a la vuelta. En su raquítica pero esmerada y perfumada -sí, perfumada- academia, el conde Lentini parecía responderle a toda esa fábrica de ladridos mediante una buena serie de letreritos de madera, de su puño y letra, en los que opinaba, a manera de refrán o de máximas, sobre millones de temas y ladridos, y hasta mordiscos y cornadas de esta vida, también, probablemente, y entre los cuales había uno de mayor tamaño y a todo colorín en el que afirmaba querer más al caballo que al hombre, sin reparar, de puro bruto, seguro, que, tamaño aparte, un perro se parece bastante a un caballo, pues tiene cuatro patas, tiene cola, a menudo tiene orejas de
Sobre el caballero germánico Steiger poco o nada hay que decir, porque poco o nada le dijo él jamás a nadie, nunca, ni siquiera a sus alumnos, a los que se dirigía con gestos y monosílabos. Rumores había, claro, que si un pasado nazi, que si una princesa polaca, que si una fortuna escondida en Transilvania, pero estos rumores solían ser antes que nada el termómetro con que se medía la imaginación, la cultura, y el provincialismo agudo de una burguesía que necesitaba dormir tranquila y acudía a los más manidos lugares comunes para llamarle pan al pan y vino al vino, y, de esta manera, sentir que lo tenía todo bajo su control para siempre.