Читаем El retorno de los dragones полностью

Sturm insistió en caminar en la retaguardia, pero comenzó a rezagarse a medida que su dolor de cabeza aumentaba. Comenzaba a sentir náuseas. Al poco rato perdió la noción de dónde estaba y de lo que estaba haciendo, sólo sabía que debía seguir caminando, colocando un pie detrás del otro y moviéndose hacia delante como uno de los autómatas de Tas.

¿Cómo era la historia que Tas le había contado? Sturm intentó recordarla a pesar de la ofuscación que le producía el dolor. Los autómatas servían a un hechicero que había invocado a un demonio para que hiciese desaparecer al kender. Como todas las historias de los kenders, era una auténtica tontería. Sturm puso un pie delante del otro. Tonterías. Como los cuentos del anciano de la posada. Cuentos sobre el Ciervo Blanco y los antiguos dioses. Historias sobre Huma. Sturm se llevó las manos a sus palpitantes sienes como si intentase mantener unida su cabeza. Huma...

De niño, Sturm había escuchado las historias de Huma. Su madre —hija de un Caballero de Solamnia y casada también con un Caballero— no conocía otras para contarle. Sturm comenzó a pensar en su madre, el dolor que sentía le hacía recordar los tiernos cuidados que ésta le prodigaba cuando se encontraba enfermo o herido. El padre de Sturm había enviado al exilio a su mujer y a su hijo, pues el niño —su único heredero — era un blanco fabuloso para aquellos que deseaban que los Caballeros de Solamnia desapareciesen para siempre de las tierras de Krynn. Sturm y su madre se refugiaron en Solace, y el joven caballero en seguida había hecho amigos, sobre todo con otro chico, Caramon, quien compartía con él su interés por lo militar. Su madre, en cambio, era orgullosa y consideraba a todas las personas inferiores a ella. Por ello, cuando la fiebre la consumió, murió sola, con la única compañía de su hijo adolescente a quien encomendó a su ausente padre —si éste aún vivía, algo que Sturm estaba empezando a dudar.

En Solace, Sturm había conocido también a Tanis y a Flint, quienes, al morir su madre, lo adoptaron como habían hecho con Caramon y Raistlin, convirtiéndolo en un diestro guerrero. Junto con Tasslehoff y, en algunas ocasiones Kitiara, la bella y salvaje hermanastra de los gemelos, Sturm y sus amigos habían viajado por las tierras de Abanasinia.

Cinco años antes, igual que el resto de los compañeros, él también había abandonado Solace para investigar los extraños rumores que corrían sobre la maldad que parecía proliferar en aquellas tierras.

En su viaje, Sturm se había dirigido a Solamnia para, además, averiguar el paradero de su padre y obtener su herencia. No consiguió su propósito. Logró escapar con vida de milagro, salvando únicamente la cota de mallas y la espada de doble puño de su padre. El viaje a su tierra fue una experiencia desgarradora, pues, aunque Sturm ya sabía que los Caballeros habían sido denigrados y vilipendiados, se sorprendió al percibir el gran resentimiento que había contra ellos. En la Era de los Sueños, Huma, Portador de Luz y Caballero de Solamnia, había acabado con la oscuridad y así empezó la Era del Poder. Después —de acuerdo con la tradición popular—, los dioses abandonaron al hombre y sobrevino el Cataclismo. La gente pidió ayuda a los Caballeros tal como éstos, en el pasado, habían pedido ayuda a Huma. Pero Huma hacía tiempo que había muerto y los Caballeros sólo pudieron observar, impotentes, la lluvia de terror que caía del cielo, destrozando Krynn en pedazos. Los Caballeros no pudieron hacer nada, y esto nunca se les llegó a perdonar. De pie ante las ruinas del castillo de su familia, Sturm juró restaurar el honor de los Caballeros de Solamnia —aunque esto significara perder la vida en el intento.

Pero ¿cómo podía conseguirlo luchando contra un puñado de clérigos?, se preguntó amargamente mientras el sendero se le aparecía cada vez más confuso. Dio un traspié, pero rápidamente se levantó de nuevo. Huma había luchado contra dragones. «Dadme dragones», soñaba Sturm. Levantó la mirada; las transparentes hojas de los árboles se diluyeron en una dorada neblina. Supo que iba a desmayarse. Parpadeó y volvió a verlo todo claro y con nitidez.

Ante él se erigía el Pico del Orador. Habían llegado al pie de la vieja montaña y podían ver los senderos que se retorcían y serpenteaban por la frondosa ladera, normalmente utilizados por los habitantes de Solace cuando deseaban acampar en la parte este del Pico. Cerca de uno de estos senderos Sturm vio un ciervo blanco. Se lo quedó mirando; era el animal más imponente que hubiera visto nunca. Era inmenso, medía varios palmos más que cualquier otro ciervo que Sturm hubiese cazado jamás. Levantaba la cabeza orgulloso, y su espléndida cornamenta relucía como una corona, sus ojos eran de un marrón profundo en contraste con su blanca piel, y miraban al caballero intensamente, como si lo conocieran. Después de un leve movimiento de cabeza, el ciervo comenzó a caminar hacia el sudeste.

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