—¡Detente! —le gritó el caballero con voz ronca. Los otros se giraron alarmados sacando sus armas; Tanis corrió hacia él.
—¿Qué sucede, Sturm?
El caballero, involuntariamente, se llevó una mano a la dolorida cabeza.
—Lo siento, Sturm —le dijo Tanis —. No me he dado cuenta de que estabas tan enfermo, podemos volver a descansar. Estamos al pie del Pico del Orador, escalaré la montaña y veremos...
—¡No! ¡Mira! —El caballero, agarrando a Tanis por el hombro, hizo que se volviera y señaló—. ¿Lo ves? ¡EI ciervo blanco!
—¿El ciervo blanco? ¿Dónde? No lo...
—Allí —dijo Sturm bajando la voz. Caminó unos pasos hacia el animal que se había detenido y parecía esperarlo. El ciervo asintió con su gran cabeza y corrió de nuevo hacia delante unos cuantos pasos, luego se detuvo y se volvió a mirar al caballero una vez más.
—Quiere que lo sigamos —murmuró Sturm— ¡Como Huma!
Los demás se habían reunido con ellos y miraban al caballero con expresiones que iban desde la más viva preocupación hasta el más obvio escepticismo.
—Yo no veo ningún ciervo —dijo Riverwind escudriñando el bosque con sus ojos oscuros.
—Una herida en la cabeza... —Caramon sonrió irónicamente—. Vamos, Sturm, será mejor que te eches y descanses un rato.
—¡Grandísimo ignorante! No me extraña que no veas al ciervo, teniendo como tienes el cerebro en el estómago. Probablemente le dispararías y te lo comerías. ¡Os digo que debemos seguirlo!
—La locura de la herida en la cabeza —le susurró Riverwind a Tanis —, la he visto a menudo.
—No estoy seguro. Aunque yo no haya visto al ciervo blanco, conozco a alguien que una vez lo siguió, tal como el anciano contó en su historia.
Mientras hablaba, sin darse cuenta, le iba dando vueltas al anillo de hojas de enredadera que llevaba en la mano izquierda, recordando a la elfa de cabellos dorados que había llorado cuando él abandonó Qualinesti.
—¿Sugieres acaso que sigamos a un animal que no vemos? —preguntó Caramon.
—Después de todo, hemos hecho cosas aún más extrañas —comentó sarcásticamente Raistlin con su voz sibilante—, pero tened en cuenta que fue aquel anciano, el que contó la historia del Ciervo Blanco, el que nos metió en esto...
—Fuimos nosotros los que nos metimos en esto —respondió Tanis bruscamente—. Podríamos haberle devuelto la Vara al Sumo Teócrata y habernos evitado el problema. Yo seguiría a Sturm. Evidentemente ha sido elegido, como Riverwind cuando recibió la Vara.
—¡Pero si nos está guiando hacia una dirección equivocada! —discutió Caramon—. Sabes tan bien como yo que no existen sendas en la parte oeste del bosque. Nadie va nunca en esa dirección.
—Mejor —dijo de pronto Goldmoon—. Tanis dijo que los clérigos debían haber bloqueado los senderos. Quizás por aquí podamos avanzar. Yo propongo seguir al caballero.
Se giró y comenzó a caminar tras Sturm sin siquiera volver la vista atrás, evidentemente acostumbrada a ser obedecida. Riverwind se encogió de hombros y movió la cabeza, arrugando la frente, pero siguió a Goldmoon. Los demás los siguieron también.
El caballero dejó atrás los caminos del Pico del Orador y avanzó hacia la ladera suroeste de la montaña. Al principio parecía que Caramon tenía razón: no había ningún sendero y Sturm, fuera de sí, caminaba abriéndose paso por la maleza; pero, de pronto, ante ellos apareció un sendero amplio y despejado. Tanis lo miró sorprendido.
—¿Quién habrá despejado este camino? —le preguntó a Riverwind, que estaba tan asombrado como él.
—No lo sé. Por lo que se ve, hace tiempo que está así. Este árbol caído lleva así el tiempo suficiente como para que la mitad se haya hundido en el barro y esté cubierto de musgo y enredaderas. Pero las únicas huellas que hay son las de Sturm, no hay ninguna señal de que nadie más, ni siquiera algún animal, haya pasado por aquí. De todas formas, ¿cómo es que no está cubierto de plantas y hierbajos?
Tanis no pudo responder ni tomarse tiempo para pensárselo, ya que Sturm: avanzaba rápidamente y lo único que podían hacer era intentar no perderlo de vista.
—Goblins, el bote, hombres-lagarto, ciervos invisibles; ¿qué vendrá después? —se quejó Flint al kender.
—Ojalá pudiera ver al ciervo. —Haz que te golpeen la cabeza, aunque, tratándose de ti, lo más seguro es que no apreciáramos la diferencia.
Los compañeros siguieron a Sturm, que avanzaba con un extraño alborozo, olvidando el dolor de su herida. A Tanis le resultaba difícil alcanzarlo y, cuando lo consiguió, el brillo febril de sus ojos le sobresaltó. Pero era evidente que algo estaba guiando al caballero; el sendero subía por la ladera del Pico del Orador en dirección al hueco que había entre las «manos» de piedra, hueco que, por lo que él sabía, nunca había sido explorado por nadie.
—Aguarda un momento —dijo, jadeando y acelerando el paso para alcanzar a Sturm. Aunque el sol estaba escondido detrás de unas nubes grises y puntiagudas, calculó que ya debía ser casi mediodía—. Descansemos. Voy a echar un vistazo desde allí —dijo señalando un saliente de roca que sobresalía en la ladera del pico.