Sano dirigió su montura hacia esa calle. Hileras de viviendas insalubres de dos pisos bordeaban un espacio apenas suficiente para dar cabida a su caballo. Los balcones bloqueaban la luz del sol; en las cuerdas de tender la ropa que surcaban la angosta brecha ondeaban las coladas. Los cubos de residuos de la noche, los contenedores de basura desbordantes y un retrete de madera corrompían el aire. De las chimeneas surgía un humo aceitoso. Las puertas cerradas ocultaban cualesquiera actividades que los pisos de una habitación amparasen. La calle estaba vacía e impregnada de una lóbrega quietud.
Sano desmontó frente a la quinta puerta y llamó. Al no recibir respuesta probó a abrir, sin resultado. Miró por las grietas de las persianas.
– ¿Choyei? -gritó.
Se entornó la puerta de la casa de al lado, de la que salió un hombrecillo delgado y sin afeitar.
– ¿Quién sois? -preguntó.
Cuando Sano se identificó y expuso el motivo de su visita, el hombre se apresuró a hacer una reverencia.
– Saludos, sosakan-sama. Soy el casero, y resulta que yo también tengo que hablar con el mercachifle. Me debe el alquiler. Sé que está ahí, con un hombre que ha venido a verlo. Les he oído hablar hace apenas un momento. El viejo bribón quiere que nos creamos que no está en casa. -Aporreó la puerta-. ¡Abre!
Sano actuó movido por una súbita intuición. Cargó una, dos, tres veces con el hombro contra la puerta. La tabla de madera cedió. Del interior de la habitación llegaban un borboteo y unos resuellos salpicados de gemidos. A Sano se le encogió el corazón.
– No -dijo cuando el presentimiento lo asaltó como un jarro de agua helada-. Por favor, no.
– ¿Qué pasa, sosakan-sama? -gritó el casero-. ¿Qué es ese ruido?
Sano irrumpió en la habitación. Al principio, la oscuridad era demasiado negra para que distinguiera más que contornos oscuros. Después, cuando sus ojos se acostumbraron, las sombras se convirtieron en un cofre, un armario y una mesa. Todas las superficies, el suelo incluido, estaban atestadas de cuencos y frascos. En una estufa de arcilla humeaban unas ollas. El aire estaba perfumado por los olores medicinales característicos de una botica. En una esquina del fondo yacía una figura humana, la fuente de los espeluznantes sonidos.
Sano tropezó con un almirez. Apartó una armazón del tipo de las que llevaban los buhoneros ambulantes, un artilugio de madera con cestas colgadas de los travesaños, y se arrodilló junto al postrado.
– ¡Dame algo de luz! -ordenó.
El casero subió las persianas y encendió una lámpara. La figura de Choyei fue discernible en toda su crudeza. Era anciano, pero de físico vigoroso. Tenía un matojo de sucio pelo blanco en torno a la coronilla calva. Alzó hacia Sano unos ojos desorbitados de terror en su cara gris y agrietada como fango secado al sol. De su boca abierta y de una herida en el pecho surgían sendos chorros de sangre que le manchaban el andrajoso quimono. Un resuello, un borboteo, un gemido. El sonido continuaba entre estertores de dolor.
– Oh, no, oh, no -gimió el casero, retorciéndose las manos-. ¿Por qué ha tenido que pasar esto en mi propiedad?
– Busca un médico -ordenó Sano. Después examinó el profundo tajo entre las costillas de Choyei, practicado con un filo cortante, que absorbía y escupía sangre alternativamente-. No importa, no va a hacer falta.
Sano había visto más heridas de ese tipo, y sabía que eran fatales.
– Mejor avisa a la policía. -El visitante de Choyei debía de haberlo apuñalado y huido hacía poco tiempo-. ¡Corre!
El casero salió disparado. Sano apretó la mano contra la herida de Choyei para sellar por un momento el orificio. El resuello amainó. Choyei inhaló y exhaló con avidez. Sano sintió la succión cálida y húmeda de la carne ensangrentada contra su palma.
– ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó.
La boca del buhonero se abrió y cerró unas cuantas veces antes de que surgiera su voz.
– Cliente… compró… bish -dijo entre boqueadas. En su nariz burbujeaba una espumilla roja-. Hoy volvió… clavó…
Bish: la toxina para flechas que mató a la dama Harume. Sano estaba eufórico. El cliente debía de haber sido el asesino, que había vuelto para impedir que Choyei llegase a informar de su compra a las autoridades. Sano miró con impaciencia al suelo, deseando que la policía se diera prisa. El asesino seguía en la zona. Estaba deseoso de darle caza, pero necesitaba la declaración de su único testigo.
– ¿Quién ha sido, Choyei? -Sano apretó con urgencia la mano del buhonero moribundo-. ¡Dímelo!
Choyei emitió unos gorgoteos horripilantes. No paraba de salir sangre de su herida. Sus labios y su lengua pugnaron con las sílabas de un nombre que parecía atorado en su garganta.
– ¿Qué aspecto tenía? -dijo Sano.
– No… ¡No! -Choyei aferró la mano de Sano. Su boca formó las palabras, pero no salió ningún sonido.
– Tranquilo. Cálmate -lo apaciguó Sano.