Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Se rió de la expresión de desconcierto de Hirata y, al cabo de un momento, él se unió a su risa.

– Lo confieso; no lo sé -dijo-. Pero si queréis vendré y os ayudaré a buscarlo.

– Oh, ¿lo haríais? -En su rostro destellaron los hoyuelos por un momento.

Animado por su franca admiración, Hirata charló de nimiedades con Midori. No oyeron la puerta al abrirse, ni repararon en la dama Ichiteru hasta que ésta habló.

– Me honra que aceptarais mi invitación, Hirata-san. -Su voz grave llegaba desde el otro lado del emparrado como la corriente cálida de un horno-. Mil gracias por vuestra… prontitud.

Cortado en mitad de una frase, Hirata se volvió y vio a Ichiteru plantada en la umbrosa galería. Su pálida piel, su quimono malva de seda y los ornamentos de su pelo recogido lucían como si de algún modo concentrara la escasa luz en su persona. Hirata quedó paralizado por su mirada enigmática. Su pavor volvió de inmediato.

– Midori, ¿por qué entretienes a mi huésped a la intemperie, en lugar de hacerlo pasar a mi presencia? -dijo la dama Ichiteru.

Los ojos que Midori volvió hacia Hirata estaban cargados de dolor.

– Ah. Habéis venido a verla a ella. Supongo que tendría que haberlo imaginado. Lamento haberos entretenido -dijo alicaída. Hizo una torpe reverencia y añadió-: Lo siento, mi señora.

Hirata compadecía su vergüenza. Recordaba vagamente que su plan incluía entrevistar a Midori.

– Detective Hirata-san, hay algo que probablemente os tendría que decir -susurró Midori con la cara vuelta para que Ichiteru no la viera.

– Sí, claro -dijo Hirata. Pero la belleza seductora de Ichiteru lo atraía como una fuerza física-. Después.

Dejó a Midori y avanzó por el oscuro túnel de parras. La lista de preguntas cayó de su mano hecha una bola. Subió los escalones de la galería y acompañó a la dama Ichiteru al interior de la casa.

El pasillo estaba a oscuras y olía a moho y humedad del canal. Unos pasos por delante, Ichiteru resplandecía como una visión fantasmal. El pánico y la incertidumbre le aflojaban las piernas. Todos sus instintos cuerdos y prudentes le decían que hiciera el interrogatorio en el exterior, en la seguridad de la vía pública. Pero la poderosa fragancia agridulce de su perfume lo hipnotizaba. Habría seguido a Ichiteru a cualquier parte.

Lo condujo a una habitación al fondo del pasillo, donde una única lámpara ardía sobe una mesa baja en la que también había una botella de sake y dos tazas. El tiempo y la humedad habían descolorido los paisajes murales pintados en la pared, de forma que parecían acantilados y nubes bajo el agua. Sobre los vetustos armarios gruñían unos dragones marinos en relieve. Al otro lado de las persianas, Hirata oía el chapoteo de las aguas del canal contra el muro de contención. Sobre el tatami, había un futón. Al verlo Hirata sintió una acumulación de calor en la ingle. Para apartar sus pensamientos de la invitación implícita de la cama, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:

– ¿De quién es esta casa?

Una fugaz sonrisa surcó el rostro de Ichiteru.

– ¿Acaso importa? -Se arrodilló junto a la mesa y le hizo señas para que la acompañara-. Lo importante es que estáis aquí… y yo también.

– Eh, sí -dijo Hirata. Tropezó con el dobladillo de sus pantalones y estuvo a punto de caer al arrodillarse frente a Ichiteru. Se ruborizó. En la habitación parecía hacer demasiado calor y demasiado frío al mismo tiempo; tenía las manos como si fueran de hielo, mientras que su ropa estaba empapada de sudor-. Entonces, esto…, ¿qué teníais que decirme?

– Vamos, Hirata-san. -Ichiteru le dedicó una mirada coqueta-. No hay por qué tener… tantas prisas. ¿Tan deseoso estáis de partir? -Hizo un mohín-. ¿Tanto os desagrado?

– No, no. Es decir, me agradáis bastante.

Un rubor ardiente trepó por el cuello y las orejas de Hirata.

– Entonces disfrutemos primero… del tiempo que tenemos para los dos. -El quimono de Ichiteru, caído por los hombros de acuerdo con la moda, resbaló un poco más y reveló parte de la aureola que rodeaba un pezón-. ¿Puedo ofreceros un refrigerio?

Levantó la botella de sake y arqueó las cejas en sugestivo ademán de invitación.

Por lo general, Hirata prefería no beber cuando estaba trabajando, pero en aquel momento necesitaba calmar sus nervios y aquietar sus manos temblorosas.

– Sí, por favor -dijo.

La dama Ichiteru le sirvió una taza de sake. Al pasársela, sus dedos suaves y cálidos le acariciaron la mano. Sus ojos lo abismaron en profundidades insondables. Con dificultad, Hirata apartó la vista y apuró la taza de un trago. El licor tenía un sabor extraño y mohoso, pero se sentía demasiado agradecido por sus inmediatos efectos sedantes para que le preocupara. Ichiteru lo observaba con las manos cruzadas sobre el regazo y una sonrisa juguetona en la boca.

– Creo que ahora estamos preparados -dijo ella.

Se inclinó hacia delante y le acarició la mejilla con la punta de los dedos, que dejaron un rastro de calor a su paso. Excitado pero despavorido, Hirata rehuyó su contacto.

– ¿Qué… qué hacéis? -preguntó.

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