Ichiteru se cernió sobre él y le puso un dedo en los labios.
– Shhh…
Una melódica risa hizo burla de su pánico. A medida que se intensificaban los efectos de la droga, Hirata más se mareaba. La cama se mecía y las olas sonaban más fuerte. Lo lamían unas oleadas de calor. Ichiteru y él daban vueltas, y los motivos del techo eran un borrón de color por encima de su cabeza. Tan solo la bella cara de la concubina seguía enfocada.
– No tengáis miedo… no os dolerá. Limitaos a disfrutar… -Cada palabra resonaba en la cabeza de Hirata-. ¿Y no queréis saber quién mató a la dama Harume?
– No. ¡Es decir, sí! -Hirata combatía el resurgir de deseo que se alzaba en su interior.
– Fue alguien que estaba celoso de ella… Un hombre que temía que el nacimiento de un heredero del sogún frustrara sus ambiciones… -La dama Ichiteru sostenía un cilindro rojo laqueado tan grueso como su brazo-. Quiere gobernar Japón, y no puede permitirse perder su única vía hacia el poder.
Las vueltas se aceleraron; a Hirata se le iba la cabeza. Hizo un frenético intento de recordar los hechos del caso y los sospechosos varones.
– ¿De quién habláis? ¿Del teniente Kushida? ¿El caballero Miyagi? ¿El amante secreto de la dama Harume?
– De ninguno de ellos… de ellos… de ellos…
La suave voz de Ichiteru hacía eco por encima del rumor del agua y el latido de la sangre de Hirata. Cubrió su órgano con el cilindro hueco. El revestimiento de seda lubricado lo envolvió en puro placer. A medida que Ichiteru desplazaba el cilindro, su relieve interno lo estrujaba y lo liberaba alternativamente. Entre jadeos, Hirata emprendió el ascenso hacia otro orgasmo.
– El sacerdote Ryuko tiene espías en todas partes… Estaba al corriente de la carta del caballero Miyagi… Entra y sale a placer del Interior Grande… Un día oí que le decía a la dama Keisho-in que Harume estaba embarazada y debía morir… Juntos decidieron que Ryuko compraría el veneno y lo metería en la tinta.
Al mismo tiempo que los nuevos indicios en contra de Keisho-in llenaban a Hirata de espanto, lo sacudieron los espasmos del clímax. De nuevo Ichiteru impidió el desahogo completo por el que se desesperaba. Retiró el cilindro y lo lanzó al suelo.
– Por favor. ¡Por favor!
Sollozando de necesidad, Hirata pugnó por llegar a ella, pero era incapaz de mover un solo músculo. La dama Ichiteru se arrodilló sobre él, a horcajadas sobre su torso. La magnificencia de su cuerpo, la serena hermosura de su rostro y su olor salvaje y agridulce lo enloquecían.
– Os ruego que advirtáis a su excelencia de que la sucesión de los Tokugawa está en grave peligro -dijo Ichiteru-. No habrá nunca un heredero directo mientras Ryuko y Keisho-in permanezcan en el castillo de Edo. Asesinarán a cualquier mujer que conciba al hijo del sogún… Se creen el emperador y la emperatriz de Japón… Manipularán al sogún… y despilfarrarán su dinero en sus propios caprichos… El bakufu se debilitará y surgirá la insurrección… Debéis desenmascarar a esos asesinos y salvar al clan Tokugawa y al país entero de la ruina.
A pesar de su agitación, Hirata veía los peligros de hacer lo que le decía.
– No puedo. Al menos no sin corroborarlo. ¡Si mi señor y yo acusáramos falsamente a la madre del sogún, sería traición!
– Tenéis que prometerme que os arriesgaréis. -La mano de Ichiteru, recubierta de esencia de gardenia, acarició su órgano hasta que sus gemidos se convirtieron en ásperos gritos y se sintió a punto de estallar, y entonces paró-. De lo contrario… os dejaré ahora mismo…, y no volveréis a verme.
Hirata se horrorizó ante la perspectiva de perder a la dama Ichiteru, de nunca satisfacer la urgente necesidad que lo consumía. De la pasión brotó el amor, como una flor del mal que se abriera en su espíritu. Ichiteru era maravillosa; jamás diría nada que no fuese verdad.
– De acuerdo -gritó Hirata-. Lo haré. Pero, por favor, por favor…
La sonrisa de aprobación de la dama Ichiteru lo colmó de un gozo culpable.
– Habéis tomado la decisión correcta. Ahora tendréis vuestra recompensa.
Descendió sobre su erección. Hirata casi se desmaya al deslizarse dentro de su cálida y húmeda femineidad. La habitación daba vueltas y más vueltas; oído, vista y olfato confluyeron en una única y abrumadora sensación. Ichiteru subía y bajaba con creciente velocidad. Sus músculos internos lo inmovilizaban en una fiera succión. La excitación de Hirata subió hasta cotas más altas que nunca en su vida. Tenía el corazón desbocado; sus pulmones no lograban recibir suficiente aire; estaba bañado en sudor. Iba a morir de placer. Le entró el pánico.
– No. Basta. ¡No puedo más!