Mientras el buhonero se afanaba por hablar, Sano repasaba en su cabeza las distintas posibilidades. El brutal apuñalamiento apuntaba hacia el teniente Kushida. ¿Se había escapado del arresto para atacar a Choyei?
– ¿Ha usado una lanza? -preguntó Sano, ocultando su impaciencia.
Choyei sacudió el cuerpo y meneó la cabeza de lado a lado en violenta protesta contra la muerte inminente.
– ¿Qué aspecto tenía? ¡Dímelo para que pueda encontrarlo!
En aquel momento, el traficante de drogas pareció aceptar su destino. La mano que aferraba la de Sano perdió algo de fuerza mientras era presa de temblores involuntarios. Con gran esfuerzo, tomó aliento con un silbido y susurró:
– Cuerpo delgado… llevaba capa oscura… capucha…
La descripción se ajustaba tanto al caballero Miyagi como a Kushida. ¿O tal vez al amante secreto de Harume? ¡Qué grato le era a Sano aquel indicio que apuntaba en la dirección contraria a la dama Keisho-in!
Llegó un ruido de pasos de la calle. Por la puerta entraron un doshin y dos asistentes civiles. Sano repitió rápidamente la descripción del asesino de Choyei y añadió la suya del teniente Kushida y el caballero Miyagi.
– Podría ser cualquiera de los dos, u otra persona, pero no puede andar muy lejos. ¡Corred! -Los policías salieron disparados y Sano se volvió hacia el buhonero-. Choyei. ¿Qué más puedes decirme? ¡Choyei!
Su voz adquirió un tinte de desesperación al sentir la flacidez creciente del vendedor. De sus ojos se esfumó la animación. Un leve gemido más, un último hilillo de sangre, y la fuente del veneno -y el único testigo de Sano de aquel asesinato- estaba muerta.
28
La carta de la dama Ichiteru había llevado a Hirata hasta una casa edificada en un canal a la sombra de los sauces junto al río, en un rico barrio de mercaderes. Normalmente Hirata se enorgullecía de su conocimiento de Nihonbashi, adquirido con años de trabajo policial. Sin embargo, a medida que cruzaba un puente en arco y atravesaba las puertas que daban a la calle, descubrió que se hallaba en territorio desconocido. El barrio tenía una pátina de antigüedad y riqueza. El musgo afelpaba los altos muros de piedra; una película verde lustraba los techos. Dada su afortunada proximidad al agua, las mansiones habían sobrevivido a muchos incendios, y por ello se encontraban entre los edificios más antiguos de la ciudad. Pero Hirata sentía que era su propia suerte -y su confianza- las que se iban desvaneciendo con cada paso que lo acercaba a su cita con la dama Ichiteru.
En el puño llevaba aferrada como un talismán la lista de preguntas a las que debía obligar a responder a Ichiteru. Dentro, doblada, iba su carta. Se había pasado horas enteras imaginando los posibles significados de la última línea: «El placer con el que anhelo volver a veros escapa de lo corriente.» En aquel momento, al desdoblar su lista para estudiarla una vez más, comprobó con desánimo que el sudor de su palma había corrido la tinta de los dos documentos hasta confundirlos. Aquella entrevista podía ser determinante para su destino y el de Sano, pero, a pesar de su planificación, Hirata no se sentía preparado. Tenía sed de Ichiteru, pero desearía que lo hubiera acompañado otro detective, o haber enviado a alguno en su lugar.
Ya había llegado a la casa en cuestión, una minúscula mansión separada de las demás por un jardín con un estanque. La casa parecía acechar tras el ramaje extendido de los pinos, que casi ocultaban su techo bajo. Aquélla no había escapado indemne a los incendios: el humo había oscurecido sus paredes. Con el corazón desbocado en los ritmos opuestos del deseo y los malos presagios, Hirata llamó a la puerta.
Se abrió y apareció la bonita cara de una niña. Hirata reconoció a Midori, a la que había poco menos que olvidado.
– ¡Detective Hirata-san! -exclamó con alegría-. Qué ganas tenía de volver a veros.
Lo guió llena de animación por una auténtica selva de malas hierbas y matojos sin podar, marrones y exánimes a causa de la estación. Un emparrado marchito se inclinaba sobre el sendero de losas que llevaba a la galería. Ataviada con un quimono estampado de amapolas rojas, Midori era como una flor en plena espesura muerta. Rió de emoción.
– ¿Qué os trae por aquí? ¿Cómo sabíais dónde encontrarme?
Su entusiasmada bienvenida halagaba a Hitara y le calmaba los nervios. De inmediato empezó a sentirse como el profesional competente que en realidad era. Con el deseo de prolongar la situación, y reacio a herir a Midori corrigiendo su idea de que era ella el objeto de su visita, dijo:
– Oh, los detectives tenemos métodos de enterarnos de las cosas.
– ¿De verdad? -Los ojos de Midori se abrieron exageradamente por la impresión.
– Claro -dijo Hirata-. ¡Ponedme a prueba! Vamos. Planteadme un misterio y os lo resuelvo.
Con la cabeza ladeada en plena reflexión y un dedo en la mejilla, Midori formaba una estampa adorable. Entonces sonrió con aire pícaro.
– He perdido mi peine favorito. ¿Dónde está?