Reiko sonrió contrita. Durante los seis años que el sensei Fukuzawa le había enseñado a tocar el koto, había sido una alumna reacia. Al acabar las lecciones, había dejado de lado el instrumento con gran alivio y jamás lo había vuelto a tocar. En ese momento, tenía la edad suficiente para lamentar el esfuerzo inútil de su sensei y sentirse avergonzada por su insensibilidad al despreciar el arte al que él había consagrado su vida. Recordó con incomodidad cuando su padre le advertía de su inocencia y exceso de confianza; y Sano, de su obstinación por llevar la contraria. Aquéllos también eran defectos que debía admitir y derrotar.
– Deseo disculparme por mi mala actitud -dijo Reiko, aunque le costara mucho ser humilde-. Y os he echado de menos.
Al decirlo se dio cuenta por primera vez de hasta qué punto era cierto. A diferencia de sus familiares, el sensei Fukuzawa no la había reñido ni castigado por su mala conducta. A diferencia de los otros profesores, que montaban en cólera, amenazaban e incluso pegaban a sus estudiantes cuando cometían errores, él siempre la había motivado a través de una paciente amabilidad antes que por el miedo. Así, con buenas palabras, había llevado el escaso talento de Reiko hasta la realización de su pleno potencial, a la vez que proporcionaba un refugio de las críticas que ella obtenía de todos los demás. ¿El hecho de que supiera apreciar la valía de una persona tan fuera de lo común no significaba que su temperamento estaba mejorando?
– No hay necesidad de disculpas; me basta con ver que vuestro carácter ha madurado -dijo el anciano, haciéndose eco de sus pensamientos. Sonrió con amabilidad-. Pero sospecho que hay una razón de peso para tener el honor de vuestra atención.
– Sí -admitió Reiko, recordando la habilidad del maestro para ver el interior de las personas, como si el estudio de la música le hubiera proporcionado una comprensión especial del espíritu humano-. Investigo el asesinato de la dama Harume. Oí que vos pasasteis el último mes en el castillo, dando lecciones a las mujeres del Interior Grande. -Su edad y su reputación lo convertían en uno de los pocos hombres a los que se les permitía la entrada-. Quiero saber si visteis u oísteis algo que pueda ayudarme a descubrir quién la mató.
– Ah.
El sensei Fukuzawa deslizó sus dedos sarmentosos por las cuerdas del koto mientras contemplaba a Reiko. Del instrumento surgió una melodía errante y abstracta en tono menor. Aunque ni su expresión ni su entonación revelaban nada que no fuera benigno interés, en la música Reiko distinguía cierta desaprobación. Se afanó por justificarse ante el viejo maestro porque anhelaba que la tuviera en buena consideración. Después de explicarle sus motivos para querer investigar el asesinato, lo hizo partícipe de las noticias que habían reforzado su resolución de resolver el caso.
– Esta mañana mi prima Eri me ha contado un rumor que circula por el castillo. Al parecer, la madre del sogún tenía un romance con Harume que acabó mal. Todas dicen que le escribió a Harume una carta en la que la amenazaba con matarla y que, por tanto, la dama Keisho-in es la asesina. No sé si existe en verdad tal carta o si eso supone que es culpable. Pero el otro principal sospechoso de mi marido, el teniente Kushida, ha desaparecido. Sano está sometido a mucha presión para solucionar el caso. Si le llega el rumor y encuentra la carta, tal vez decida acusar a la dama Keisho-in de envenenar a Harume. Pero ¿qué pasa si se equivoca y ella es inocente?
»Lo ejecutarán por traición. Y yo, como esposa suya, moriré con él. -Reiko cruzó las manos sobre el regazo y trató de aplacar su miedo-. No puedo depender de que mi marido atrape al auténtico asesino o de que me proteja. ¿Acaso no tengo derecho a salvar mi propia vida?
La música del koto dio un giro más alegre, y el sensei Fukuzawa asintió.
– Si sé que hay una antigua alumna en peligro, estaré encantado de echar una mano. Veamos… -Mientras tocaba el instrumento, contemplaba una barca de recreo que navegaba a la deriva por la laguna del Loto. Después suspiró y sacudió la cabeza-. No hay manera. A mi edad, los acontecimientos recientes se difuminan en la memoria, mientras que los de hace treinta años están claros como el agua. Sabría reproducir mi primera actuación nota a nota, pero lo que es el mes que pasé en el castillo de Edo… -Se encogió de hombros en señal de triste resignación-. Las damas y yo sosteníamos muchas conversaciones durante sus clases. Reñían a menudo, y, en verdad, chismorrean todo el tiempo; sin embargo, no se me ocurre nada que dijeran o hicieran que se saliera de lo corriente. Tampoco recuerdo haber conocido a la dama Harume. Y desde luego, no tuve ningún atisbo de su muerte.
»Lo siento -añadió-. Parece que habéis hecho el viaje en balde. Os ruego que me disculpéis.