Entonces explotó en un cataclismo de éxtasis. Sintió que la semilla salía a chorro de su cuerpo, oyó sus propios gritos. Sobre él, Ichiteru reinaba triunfal. Al sucumbir a su poder, Hirata sabía que el camino que había elegido estaba plagado de peligros. Mas deber y deseo por igual lo empujaban a emprenderlo. No podía ignorar una amenaza contra el sogún, y la dama Ichiteru tenía que ser suya. No tenía otra elección que comunicarle su declaración a Sano, que retomaría la investigación a partir de allí.
A riesgo incluso de sus propias vidas.
29
Los acordes vibrantes y perturbadores de un
– Dejadme aquí -ordenó Reiko a los porteadores de su palanquín.
Se apeó al pie de la colina y subió al trote una escalera de piedra que ascendía entre fragantes pinos. Los pájaros trinaban en acompañamiento a la música, que subió en volumen a medida que se acercaba a la cumbre. Sin embargo, la serena belleza del enclave no impresionaba demasiado a Reiko. Todo -no sólo sus ambiciones personales o su matrimonio con Sano, sino sus mismas vidas- podía depender de lo que el testigo supiese sobre el asesinato de la dama Harume. La impaciencia aceleraba sus pasos; su capa se hinchaba y ondeaba como alas oscuras. Sin aliento, con el corazón desbocado, Reiko llegó a la cima.
A su alrededor se extendía un panorama grandioso. Más abajo, al otro lado de la colina, los puentes de piedra se arqueaban por encima de la laguna del Loto para llegar al islote en el que se alzaba un santuario de la diosa Sarasvati. Los tejados del templo brillaban al sol; un follaje rojo encendido cubría como un manto el paisaje en derredor. Al norte, bajo una neblina de humo de carbón, se adivinaba Edo abrazado por la curva luciente del río Sumida. Reiko caminó hacia la estatua de muchos brazos de Kannon, diosa de la misericordia, y al pabellón que había junto a ella. Allí se había congregado un público de campesinos, samuráis y sacerdotes para escuchar al músico que tocaba de rodillas ante el koto, bajo el techo de juncos.
A Reiko siempre le había parecido un anciano, y suponía que ya debía de superar los setenta años. Su cabeza estaba tan calva y salpicada de manchitas como un huevo. La edad había encorvado sus hombros y relajado las líneas de su cara estrecha; inclinado sobre el largo instrumento horizontal, parecía una grulla vetusta. Pero las manos nudosas que tocaban el koto no habían perdido su fuerza. Giraba las clavijas de afinar, movía con destreza los puentes y rasgaba las dieciséis cuerdas con un plectro de marfil. Con los ojos cerrados por la concentración, extraía una música que parecía suspender al mundo entero inmóvil y sobrecogido. La belleza etérea de la canción hizo que le saltaran las lágrimas. Olvidadas las prisas, esperó en el exterior del pabellón a que terminara el concierto.
El público escuchaba con reverencia mientras la música cobraba volumen y complejidad, dejando a la improvisación por encima del tema. El acorde final quedó suspendido en el aire durante un momento eterno. La cabeza baja, los ojos aún cerrados, el músico parecía en trance. El público se dispersó. Reiko lo abordó.
– ¿Sensei Fukuzawa? ¿Me concederíais un momento para hablar con vos? -Hizo una reverencia-. Tal vez no os acordéis de mí. Hace ocho años que nos vimos por última vez.
El músico abrió los ojos. La edad no había enturbiado su aguda y brillante claridad. El rostro se le iluminó de inmediato al reconocerla.
– Por supuesto que os recuerdo, señorita Reiko; o, mejor dicho, honorable dama Sano. Mi enhorabuena por vuestro matrimonio. -Su voz era débil y trémula; su alma hablaba ante todo a través del koto. Extendió la mano en señal de bienvenida-. Os ruego que me acompañéis.
– Gracias.
Reiko subió la escalera del pabellón y se arrodilló frente a él. A través de la celosía de las paredes se colaba la cálida luz del sol; un biombo plegable resguardaba del viento.
– Os he buscado por todas partes: en vuestra casa de Ginza y en los teatros. Por fin uno de vuestros colegas me dijo que habíais empezado un peregrinaje por templos y santuarios de todo el país. Me alegro mucho de haberos alcanzado antes de que salierais de Edo.
– Ah, sí. Quería visitar los grandes lugares sagrados antes de morir. Pero ¿a qué se debe esa súbita urgencia por ver a vuestro antiguo maestro de música? -Los ojos del anciano centellearon-. No será, supongo, por deseo de más lecciones.