– Vuestra estratagema para inculpar a mi señora y destruir al sosakan-sama. -Radiante de triunfo, Ryuko repitió lo dicho con dicción lenta y exagerada, para dejarlo bien claro y disfrutar de la consternación de Yanagisawa-. No… ha… funcionado.
Le explicó que un profesor de música había visto a Shichisaburo merodeando a escondidas por el Interior Grande; que la esposa del sosakan-sama había deducido que el actor había dejado pistas falsas; que la noticia había llegado justo a tiempo para evitar que Sano presentase cargos oficiales de asesinato contra la dama Keisho-in. A medida que la voz maliciosa de Ryuko seguía y seguía, lo que rodeaba a Yanagisawa parecía retroceder en una marea de estupor y náusea. Se le cayó la caja laqueada de las manos. Las agujas se desparramaron por el suelo.
En un intento desesperado de disimular, el chambelán Yanagisawa adoptó un tono altivo.
– Vuestra historia es absurda. No tengo la más mínima idea de lo que habláis. ¿Cómo os atrevéis a acusarme, parásito avaricioso?
Ryuko se rió.
– Honorable chambelán, vuestras ambiciones son evidentes. -Miró el mapa con sorna-. Ya podéis olvidar vuestros planes para haceros con el país.
Empezó a quitar agujas y a tirarlas al suelo con el resto.
– El sosakan Sano y la dama Keisho-in han resuelto el malentendido ocasionado por vuestra triquiñuela. Vuestro ruin atentado contra la madre y el vasallo favorito del sogún pronto llegará a sus oídos. -Al parecer, el deseo del sacerdote de regodearse se había impuesto a cualquier recelo de darle información por adelantado a Yanagisawa-. Su excelencia descubrirá al fin vuestro auténtico carácter.
Ryuko sacó la aguja de Hachijo y añadió:
– Ya me imagino a quién pensabais enviar aquí. -Tomó la mano de Yanagisawa y depositó en ella la aguja ceremoniosamente-. Aquí tenéis. Podéis cambiar esta chuchería por comida y cobijo cuando lleguéis a la Isla del Exilio.
El horror dejó a Yanagisawa sin habla. ¿Cómo había podido salir tan mal un plan tan astuto? El miedo le trocaba las tripas en gachas de arroz.
– ¡Guardias! -gritó, cuando encontró la voz.
Atronaron unos pasos en el pasillo. Entraron dos soldados. Yanagisawa señaló a Ryuko.
– ¡Sacadlo de aquí!
Los soldados avanzaron para agarrar al sacerdote, pero Ryuko pasó entre ellos de camino a la puerta mientras decía por encima del hombro:
– No quiero abusar de vuestra hospitalidad. -Entonces paró y se volvió, henchido de superioridad moral-. Tan sólo quería que supieseis lo que os va a pasar. Así sufriréis un poquito más por haber tratado de hacerle daño a mi señora.
El sacerdote Ryuko salió de la habitación a grandes zancadas seguido de los soldados, y dio un portazo. Por un momento, Yanagisawa se quedó con la vista fija donde había estado el heraldo del mal. Después se acuclilló en el tatami rodeándose las rodillas con los brazos. Sentía como si se encogiese hasta convertirse en el niño desgraciado que una vez fuera. De nuevo notaba en la espalda el dolor de los azotes de la vara de madera de su padre. La voz estridente resonaba a través de tantos años: «Eres estúpido, débil, incompetente, patético… ¡No eres más que una deshonra para esta familia!»
Yanagisawa respiró la atmósfera desolada de su juventud: aquella amalgama de lluvia, madera en descomposición, corrientes de aire y lágrimas. El pasado había alcanzado al presente. Su cabeza se colmó de posibilidades espantosas.
Vio la cara de Tokugawa Tsunayoshi, con un rictus de furia y dolor, y lo oyó decir: «Después de todo lo que te he dado, ¿cómo has podido tratarme así? El exilio es demasiado bueno para ti, y también el suicidio ritual. Por tu acto de traición contra mi familia, ¡te condeno a la ejecución!»
Sintió el hierro de los grilletes en torno a muñecas y tobillos. Los soldados lo arrastraban al campo de ejecuciones. La chusma enfervorizada le tiraba piedras y basura, y sus enemigos aplaudían. Los mirones lo rodeaban mientras los soldados le obligaban a arrodillarse junto al verdugo. Cerca le esperaba la armazón de madera en la que exhibirían su cuerpo en el puente de Nihonbashi. El chambelán Yanagisawa descubría que la predicción de su padre se había hecho realidad: su estupidez e incompetencia lo habían conducido a la deshonra definitiva, el castigo que merecía.
Y lo último que vio antes de que la espada le cercenase la cabeza fue a Sano Ichiro, nuevo chambelán de Japón, de pie en el lugar de honor, a la derecha de Tokugawa Tsunayoshi.
El odio a Sano lo abrasó como un espetón al rojo vivo atravesado en sus entrañas y lo sacó de su parálisis. La ira lo invadía como un tónico curativo. Con gran alivio sintió que se expandía hasta llenar su persona adulta y el mundo creado por su inteligencia y su fuerza. Se puso de pie. No tenía por qué inclinarse ante Sano, ante la dama Keisho-in o ante Ryuko. No pensaba rendirse sin plantar cara, como su hermano Yoshihiro. Dio vueltas por la habitación. La acción le devolvía su sensación de poder. Concentró toda su energía en la resolución del problema.