En realidad, no esperaba que encarcelaran o ejecutaran a Keisho-in. El sogún jamás mataría a su madre ni propiciaría un escándalo semejante. Pero su relación nunca volvería a ser la misma. Tokugawa Tsunayoshi, tan pusilánime, rehuiría la sombra de sospecha que quedaría aferrada a Keisho-in. Al saber lo que su madre podría perder si él engendraba a un heredero, siempre se preguntaría si ella era o no capaz de matar a su concubina y su hijo. A Yanagisawa le sería fácil convencerlo de que exiliara a Keisho-in… El chambelán sonrió mientras clavaba una aguja de coral en la remota isla de Hachijo. En cuanto la madre del sogún dejara de ser un obstáculo, ejecutaría la siguiente fase de su plan. Empezó a clavar agujas en los emplazamientos de los principales templos budistas.
Durante los diez años del reinado de Tokugawa Tsunayoshi, se había despilfarrado una fortuna en la construcción y el mantenimiento de esas instituciones; en comida, ropas y criados para los sacerdotes; en extravagantes ceremonias religiosas y actos públicos de caridad. El sacerdote Ryuko, por mediación de la dama Keisho-in, había convencido al sogún de que los gastos traerían buena fortuna. Pero Yanagisawa veía un uso mejor del dinero y las tierras. Expulsaría al clero, tomaría los templos, y situaría en ellos a hombres leales a él. Esos puntos se convertirían en sus zonas de influencia. Se consagraría como gobernante en la sombra: un segundo sogún, cabeza de un bakufu dentro del bakufu. Como cuartel general escogería el templo de Kannei, situado en el abrupto distrito de Ueno, al norte de Edo. Siempre le habían gustado sus salas y pabellones, la belleza de su laguna y sus cerezos en flor en primavera. Pronto sería su palacio privado.
Yanagisawa ensartó una aguja de oro en su territorio y soltó una risilla. Lo primero que haría en cuanto tomara posesión del templo de Kannei sería dar una espléndida fiesta para celebrar la ejecución del traidor Sano Ichiro. Ya saboreaba la euforia de verse libre de su rival y a salvo en su poder ilimitado. ¡Casi sentía gratitud hacia Sano por hacerlo posible de forma tan inconsciente!
Los ensueños triunfales le devolvieron el equilibrio que la declaración de amor de Shichisaburo había alterado. Yanagisawa acunaba la caja de agujas entre los brazos y contemplaba un futuro en el que las viejas heridas y necesidades del pasado ya no tendrían importancia.
Al oír que llamaban a la puerta, le dio un vuelco el corazón. Vibraba de emoción.
– Adelante -gritó, incapaz de ocultar el nerviosismo de su voz. Ahí estaban las noticias. El futuro había llegado.
En lugar de un mensajero, quien entró fue el sacerdote Ryuko, con un ondear de ropajes azafrán, su estola de brocado reluciente y una sonrisa insolente en la cara.
– Buenos días, honorable chambelán -dijo con una reverencia-. Espero no molestaros.
– ¿Qué queréis?
La decepción de Yanagisawa dio paso a la ira. Odiaba al sacerdote advenedizo que se había valido de un romance con una anciana descerebrada para lograr su posición influyente. Ryuko era una sanguijuela que chupaba de las riquezas y los privilegios de los Tokugawa, mientras escondía sus ambiciones bajo un manto de devoción. Tan rival por el poder como Sano, era uno de los principales argumentos por los que deseaba la desaparición de la dama Keisho-in.
Ryuko hizo caso omiso de la pregunta y paseó por la habitación, observándolo todo con gran interés.
– Tenéis un despacho muy atractivo. -Inspeccionó la hornacina-. Un jarrón chino de la dinastía Sung de hace cuatrocientos años y un pergamino de Enkai, uno de los más brillantes calígrafos de Japón. -Examinó los muebles-. Cofres de teca y armarios laqueados de los tiempos del régimen Fujiwara. -Pasó un dedo por el servicio de té que había encima del escritorio-. Celedón de Koryu. Muy bonito. -Abrió las persianas y contempló el jardín de piedras cubiertas de musgo y senderos rastrillados en la arena-. Y unas vistas preciosas.
– ¿Qué os habéis creído? -Yanagisawa se acercó furioso al intruso-. Salid de aquí. ¡Ahora mismo!
El sacerdote Ryuko deslizó los dedos por los bordados de seda de un biombo plegable.
– Necesito un despacho en palacio. La dama Keisho-in me ha dicho que elija la habitación que prefiera. La vuestra me parece la adecuada.
¡Sería posible tamaño atrevimiento!
– ¿Quedaros mi despacho, vos? -dijo el chambelán Yanagisawa con una carcajada de incredulidad-. ¡Jamás!
Alguien iba a pagar por semejante afrenta. Yanagisawa pensaba castigar a sus criados por dejar pasar a Ryuko, y después emprendería una campaña para convencer al sogún de que lo desterrara.
– ¡Y quitad las manos de ese biombo! -agarró a Ryuko por el brazo y gritó-: ¡Guardias!
Después se sobresaltó al notar que los dedos del sacerdote se cerraban con fuerza sobre su muñeca. Ryuko le sonrió en su cara y dijo:
– No ha funcionado.
– ¿Qué? -A Yanagisawa lo asaltó una perturbadora sensación, como si sus órganos internos estuvieran cambiando de posición.