El corazón de Sano no cabía en sí de amor por su esposa. Pero el amor acarreaba la preocupación, como una red que impidiera el vuelo alborozado de su alma. Se moría por saber qué tal le iba con el caballero Miyagi. Aunque no se le ocurría qué otra cosa podría haber hecho sin destrozar el espíritu de su matrimonio, se arrepentía de haber enviado a Reiko a una misión tan peligrosa. Si el daimio era el asesino, ya había acabado con una joven. Reiko, como la dama Harume, era hermosa y sexualmente atractiva; una presa tentadora.
Entonces el lado práctico de Sano contrapesó sus temores. Reiko le había prometido que iría con cuidado. El daimio no osaría atentar contra la mujer del sosakan-sama del sogún. En cualquier caso, el sospechoso más verosímil era el teniente Kushida. Sin embargo, Sano a duras penas se refrenaba de correr a defender a su amada. Luchó contra ese impulso: se recordó la promesa que le había hecho a Reiko y el precio de una traición. Después se obligó a concentrarse en lo que tenía entre manos.
No podía evitar creer que la clave del misterio residía en ese lugar, que había albergado los secretos de Harume. En vez de montar a su caballo, echó un vistazo en derredor. Su mirada se detuvo en el cartel que colgaba de la puerta que había al otro lado de la calle: «Templo de Hakka», y recordó la oración impresa que había encontrado en la habitación de Harume. Debía de haberla comprado allí antes o después de su cita en la posada con el caballero Miyagi. Sano entró en el recinto del templo y sintió que iba a descubrir algo.
El humilde lugar disfrutaba de un tranquilo recogimiento, sin barrio de entretenimientos que atrajera a la muchedumbre. Todos los sacerdotes debían de estar en la calle pidiendo limosna. Mas Sano sentía la presencia de Harume, como un fantasma que le tirara de la manga. De camino al oratorio, oyó voces en la parte de atrás, y las siguió hasta llegar a un pequeño cementerio. Los sauces sin hojas se cernían sobre las lápidas; entre la hierba muerta se erguían agujas de piedra. Había cuatro hombres en torno a una lápida grande que debatían sobre algo esparcido en su superficie plana. Dos llevaban harapos mugrientos. Sus rostros sombríos reflejaban el sello de la pobreza. Los otros parecían limpios y bien alimentados, y vestían capas forradas. Cuando Sano se acercó, oyó que uno de estos últimos decía:
– Cinco
– Pero si son frescas, mi señor -dijo uno de los harapientos-. Las conseguimos ayer.
– Y son de una mujer joven -terció el otro-. Perfectas para lo vuestro, señores.
– Os doy seis
Se enzarzaron en una discusión. Sano se aproximó y vio los objetos de su regateo: diez uñas humanas puestas en fila junto a una mata de pelo negro. Se acordó de las uñas y de los cabellos que encontrara en la habitación de la dama Harume. Sintió una gran satisfacción al ver que una pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.
Los traficantes eran manipuladores de cadáveres eta que robaban partes de los muertos. Los clientes eran criados de burdel que las compraban para que las cortesanas se las dieran a sus clientes como prendas de amor sin tener que mutilarse sus manos o peinados. La dama Harume debía de haberse acercado al templo después de salir de la posada. Se encontró a los eta y compró sus productos para dárselos a los hombres, como debía de haber hecho su madre, la prostituta «ave nocturna». Se confirmaba la suposición inicial de Sano. Pero ¿qué tenía que ver aquello, si es que algo tenía que ver, con el asesinato de Harume?
Unas monedas de plata cambiaron de manos; los clientes partieron. Los eta, al reparar en Sano, se postraron en el suelo.
– ¡Por favor, excelencia, no hacíamos nada malo!
Sano entendía su pavor: un samurái tenía potestad para matar descastados a su capricho, sin temor a represalias.
– No tengáis miedo. Sólo quiero haceros unas cuantas preguntas. Levantaos.
Los eta obedecieron y se pusieron muy juntos con los ojos bajos en señal de respeto. Uno era viejo y el otro joven, de similares facciones huesudas.
– Sí, excelencia -dijeron a coro.
– ¿Os compró alguna vez uñas y pelo una joven hermosa y vestida con ropas elegantes?
– Sí, mi señor -farfulló el joven.
– ¿Cuándo? -preguntó Sano.
– En primavera -contestó el joven, a pesar de los frenéticos gestos de su compañero para que se callara. Sus ojos abiertos y embotados le conferían un aire de candorosa estupidez.
– ¿Iba con un hombre?
El eta viejo le dio un golpe al otro.
– Ay, padre, ¿por qué has hecho eso?
Se apartó con dolido mutismo.
– Decidme lo que sabéis de la dama -dijo Sano.
Algo en su voz o en sus modales debía de haber envalentonado al joven, porque le lanzó a su padre una mirada desafiante y respondió:
– Resulta que aquel día estábamos con nuestro jefe, que hacía su visita de inspección.