Más o menos a comienzos de los años setenta, cuando no era nada más que un escritor principiante, un editor de Lisboa tuvo la insólita idea de pedirme que escribiera un cuento para niños. No estaba yo nada seguro de poder desempeñar dignamente el encargo; por eso, además de la historia de una flor que se estaba muriendo por la falta de unas gotas de agua, traté de curarme en salud poniendo al narrador a pedir disculpas por no saber escribir historias para la gente menuda, a la que, por otro lado, diplomáticamente, convidaba a reescribir con sus propias palabras el cuento que les contaba. El hijo pequeño de una amiga, a quien tuve el atrevimiento de regalarle el librito, confirmó sin piedad mi sospecha: «Realmente -le dijo a la madre-, él no sabe escribir historias para niños». Aguanté el golpe e intenté no pensar más en aquella frustrada tentativa de llegar a reunirme con los hermanos Grimm en el paraíso de los cuentos infantiles. Pasó el tiempo, escribí otros libros que tuvieron mejor suerte, y un día recibí una llamada telefónica de mi editor Zeferino Coelho comunicándome que estaba pensando reeditar mi cuento para niños. Le dije que debía de haber una equivocación, porque yo nunca había escrito nada para niños. Es decir, se me había olvidado totalmente el infausto acontecimiento. Y así fue, hay que decirlo, como comenzó la segunda vida de La flor más grande del mundo, ahora con la bendición de los extraordinarios collages que João Caetano hizo para la nueva edición y que contribuyeron de manera definitiva a su éxito. Miles de nuevas historias (miles, sí, no exagero) han sido escritas en las escuelas primarias de Portugal, España y medio mundo, miles de versiones en las que miles de niños han demostrado su capacidad creadora, no sólo como pequeños narradores, sino también como incipientes ilustradores. Al final, el hijo de mi amiga no tenía razón: el cuento, de transparente sencillez, había encontrado sus lectores. Pero las cosas no se quedaron ahí. Hace algunos años, Juan Pablo Etcheverry y Chelo Loureiro, que viven en Galicia y trabajan en el cine, me buscaron con el proyecto de hacer de la Flor una animación en plastilina. Contarían con la música que Emilio Aragón ya había compuesto, una hermosa música. Me pareció interesante la idea, les di la autorización que pedían y, pasado el tiempo necesario, inútil decir que después de muchos sacrificios y dificultades, el corto fue estrenado. Yo mismo aparezco, con sombrero y bastante favorecido para la edad. Son quince minutos de la mejor animación, que el público ha aplaudido y premiado en salas y festivales de cine, como, recientemente, en Japón y Alaska. Como ahora, con el premio que acaba de serle atribuido en el Festival de Cine Ecológico de Tenerife, felizmente resucitado tras una parada forzosa de algunos años. Chelo ha venido a nuestra casa, nos ha traído el premio, una escultura que representa una planta que parece ascender hasta el sol y que, muy probablemente, continuará su existencia en la Casa dos Bicos, en Lisboa, para mostrar cómo en este mundo todo está ligado a todo, sueño, creación, obra. Es lo que nos salva, el trabajo.
Día 26
Armas