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Hará unos dos mil cincuenta años, día más día menos, a esta hora o a otra, estaba el bueno de Cicerón clamando su indignación en el senado romano o en el foro: «¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?», le preguntaba una y otra vez al bellaco conspirador que había querido matarlo y hacerse con un poder al que no tenía ningún derecho. La Historia es tan pródiga, tan generosa, que además de darnos excelentes lecciones sobre la actualidad de ciertos acontecimientos de otrora, también nos lega, para nuestro gobierno, unas cuantas palabras, unas cuantas frases que, por esta o aquella razón, acaban echando raíces en la memoria de los pueblos. La frase que dejé más arriba, fresca, vibrante, como si acabara de ser pronunciada en este instante, es sin duda una de ésas. Cicerón fue un gran orador, un tribuno de enormes recursos, pero es interesante observar cómo, en este caso, prefirió utilizar términos de los más comunes, que podrían haber salido de la boca de una madre que reprende a un hijo inquieto. Con la enorme diferencia de que aquel hijo de Roma, el tal Catilina, era un mequetrefe de la peor especie, ya sea como hombre o como político.La Historia de Italia sorprende a cualquiera. Es un extensísimo rosario de genios, ya sean pintores, escultores o arquitectos, músicos o filósofos, escritores o poetas, iluminadores o artífices, un no acabar de gente sublime que representa lo mejor que la humanidad ha pensado, imaginado, hecho. Nunca le faltarán catilinas de mayor o menor envergadura, pero de eso ningún país está exento, es lepra que a todos nos toca. El Catilina de hoy, en Italia, se llama Berlusconi. No necesita asaltar el poder porque ya es suyo, tiene suficiente dinero para comprar todos los cómplices que sean necesarios, incluyendo jueces, diputados y senadores. Ha conseguido la proeza de dividir a la población de Italia en dos partes: aquellos a los que les gustaría ser como él y los que ya lo son. Ahora promueve la aprobación de leyes absolutamente discriminatorias contra la emigración ilegal, saca patrullas de ciudadanos para colaborar con la policía en la represión física de los emigrantes sin papeles y, colmo de los colmos, prohíbe que los niños de padres emigrantes sean inscritos en el registro civil. Catilina, el Catilina histórico, no lo haría mejor.Dije antes que la Historia de Italia sorprende a cualquiera. Sorprende, por ejemplo, que ninguna voz italiana (al menos que yo sepa) haya retomado, con una ligera adaptación, las palabras de Cicerón: «¿Hasta cuándo, Berlusconi, abusarás de nuestra paciencia?». Experiméntese, puede ocurrir que dé resultado y que, por esta u otra razón, Italia vuelva a sorprendernos.

Día 18

Charlot

Una de estas últimas noches he visto en televisión algunas películas antiguas de Chaplin, a saber, dos o tres episodios en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y un filme más extenso, El peregrino, en el que retoma, con menos felicidad que en otros casos, el tema recurrente de un Chaplin sin culpa perseguido por la policía. No sonreí ni una sola vez. Sorprendido conmigo mismo, como si hubiese faltado a un juramento solemne, me tomé el trabajo de intentar recordar, tanto cuanto es posible ochenta años después, qué risas, qué carcajadas me hizo soltar Charlot en los dos cines populares de Lisboa que frecuentaba cuando tenía seis o siete años. No conseguí acordarme de mucho. Mis ídolos en esa época eran dos cómicos daneses, Pat y Patachon, que ésos, sí, eran, para mí, auténticos campeones de la carcajada. Seguí reflexionando para mis adentros, siempre los adentros son buenos consejeros porque en principio no mudan de casa ni de opinión, y llegué a la inesperada conclusión de que Chaplin, finalmente, no es un cómico, sino un trágico. Obsérvese lo triste que es todo, todo es melancólico en sus películas. La propia máscara chaplinesca, toda ella en blanco y negro, piel de yeso, cejas, bigote, ojos como gotas de alquitrán, es una máscara que no desentonaría nada al lado de las representaciones plásticas clásicas del actor trágico. Y hay más. La sonrisa de Chaplin no es una sonrisa feliz; al contrario, me aventuro a decir, sabiendo a lo que me arriesgo, que es tan inquietante que quedaría bien en la boca de cualquier drácula. Si yo fuera mujer, huiría de un hombre que me sonriese así. Esos incisivos, demasiado grandes, demasiado regulares, demasiado blancos, asustan. Son una mueca en el encuadre rígido de los labios. Sé de antemano que poquísimos estarán de acuerdo conmigo. El caso es que, una vez que se decidió que Chaplin era un actor cómico, nadie le mira a la cara. Créanme lo que les digo. Mírenlo de frente sin ideas preconcebidas, observen esas facciones una a una, olviden por un momento la danza de los piececitos, y díganme después qué han visto. Chaplin se pasaría todas sus películas llorando si pudiese.

Día 19

Poetas y poesía

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