Ahí estoy, sentado en medio de la plaza, con un libro en la mano, viendo a la gente que pasa. Me hicieron un poco mayor que el tamaño natural, supongo que para que se me vea mejor. No sé cuántos años estaré allí. Siempre he dicho que el destino de las estatuas es acabar siendo retiradas, pero, en este caso, quiero imaginar que me dejarán en paz, alguien que en paz doblemente regresó a su tierra, como la persona que es y, a partir de ahora, como el bronce que pasó también a ser. Aunque mi imaginación algunas veces me haya hecho caer en los delirios más absurdos, nunca osó admitir que un día me erigirían una estatua en la tierra donde nací. ¿Qué he hecho para que esto sucediese? Escribí unos cuantos libros, llevé conmigo, por todo el mundo, el nombre de Azinhaga y, sobre todo, nunca olvidé a los que me engendraron y educaron: mis abuelos y mis padres. De ellos hablé en Estocolmo ante una asistencia ilustrada y fui comprendido. Lo que vemos de un árbol es sólo una parte, importante, sin duda, que nada sería sin sus raíces. Las mías, las biológicas, se llaman Josefa y Jerónimo, José y Piedade, pero hay otras que son sitios, lugares, Casalinho y Divisões, Cabo das Casas y Almonda, Tajo y Rabo dos Cágados, se llaman también olivos, sauces, chopos y nogales, balsas navegando en el río, higueras cargadas de frutos, cerdos que eran llevados a pastar, y algunos que, todavía lechones, dormían en la cama con mis abuelos para que no murieran de frío. De todo esto estoy hecho, todo esto entró en la composición del bronce en que me han transformado. Pero, atención, no hubo generación espontánea. Sin la voluntad, el esfuerzo y la tenacidad de Vitor Guia y de José Miguel Correia Noras la estatua no estaría allí. Con la más profunda gratitud les dejo aquí un abrazo, extensivo a todo el pueblo de Azinhaga, a cuyo cuidado entrego ese otro hijo que soy.
Día 2
Marcos Ana
Hay personas que parecen no pertenecer al mundo y al tiempo en que viven. Marcos Ana es una de esas personas. Como tantos de su generación, arrastrados a las prisiones del fascismo español, sufrió lo indecible en el cuerpo y en el espíritu, escapó in extremis a dos condenas a muerte, es, en el mayor sentido de la expresión, un superviviente. La prisión no pudo nada contra él, y fueron veintitrés los años que estuvo privado de libertad. El libro que acaba de presentar en Portugal es el relato simultáneamente objetivo y apasionado de ese tiempo negro. El título de las memorias, Decidme cómo es un árbol, no podría ser más significativo. Con el tiempo, la dura realidad de la prisión acaba sobreponiéndose a la realidad exterior, diluyéndola en una imprecisa neblina que es necesario expulsar de la mente cada día que pasa para no perder la seguridad en uno mismo, por más frágil que se torne. Marcos Ana no sólo se salvó a sí mismo, salvó también a muchos de sus compañeros de cárcel, transmitiéndoles ánimo, solucionando problemas y conflictos, como un juez de paz de nueva especie. Firme en sus convicciones políticas, pero sin permitir que su juicio crítico sea afectado, Marcos Ana transmite a aquel que se le aproxima un irreprimible sentimiento de esperanza, como si pensáramos: «Si él es así, yo también puedo serlo». Recuperada la libertad, no se quedó en casa para descansar. Volvió a la lucha política, con riesgo de ser nuevamente encarcelado, y dio inicio a un notable trabajo de asistencia y ayuda a los que continuaban en prisión. En España, unos cuantos amigos y admiradores de su singular personalidad (el premio Nobel Wole Soyinka es uno de ellos) lo presentamos como candidato al Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Nada sería más justo. Y más necesario para mostrarle al pueblo español que la memoria histórica sigue viva.
Día 3
Viajes