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Escribir es traducir. Siempre lo será. Incluso cuando estamos utilizando nuestra propia lengua. Transportamos lo que vemos y lo que sentimos (suponiendo que el ver y el sentir, como en general los entendemos, sean algo más que las palabras con las que nos va siendo relativamente posible expresar lo visto y lo sentido…) a un código convencional de signos, la escritura, y dejamos a las circunstancias y a las casualidades de la comunicación la responsabilidad de hacer llegar hasta la inteligencia del lector, no la integridad de la experiencia que nos propusimos transmitir (inevitablemente parcelada con respecto a la realidad de la que se había alimentado), sino al menos una sombra de lo que en el fondo de nuestro espíritu sabemos que es intraducible, por ejemplo la emoción pura de un encuentro, el deslumbramiento de un hallazgo, ese instante fugaz de silencio anterior a la palabra que se quedará en la memoria como el resto de un sueño que el tiempo no borrará por completo.El trabajo de quien traduce consistirá, por tanto, en pasar a otro idioma (en principio, al propio) lo que en la obra y en el idioma original ya había sido «traducido», es decir, una determinada percepción de una realidad social, histórica, ideológica y cultural que no es la del traductor, substanciada, esa percepción, en un entramado lingüístico y semántico que tampoco es el suyo. El texto original representa únicamente una de las «traducciones» posibles de la experiencia de la realidad del autor, estando el traductor obligado a convertir el «texto-traducción» en «traducción-texto», inevitablemente ambivalente, porque, después de haber comenzado captando la experiencia de la realidad objeto de su atención, el traductor tiene que realizar el trabajo mayor de transportarla intacta al entramado lingüístico y semántico de la realidad (otra) a la que tiene el encargo de traducir, respetando, al mismo tiempo, el lugar de donde vino y el lugar hacia donde va. Para el traductor, el instante del silencio anterior a la palabra es pues como el umbral de un movimiento «alquímico» en que lo que es necesita transformarse en otra cosa para continuar siendo lo que había sido. El diálogo entre el autor y el traductor, en la relación entre el texto que es y el texto que será, no es sólo entre dos personalidades particulares que han de completarse, es sobre todo un encuentro entre dos culturas colectivas que deben reconocerse.

Día 3

Apariencias

Supongo que en el principio de los principios, antes de que hubiéramos inventado el habla, que es, como sabemos, la suprema creadora de incertidumbres, no nos atormentaría ninguna duda seria sobre quiénes éramos y sobre nuestra relación personal y colectiva con el lugar en que nos encontrábamos. El mundo, obviamente, sólo podía ser lo que nuestros ojos veían en cada momento, y también, como información complementaria no menos importante, lo que los restantes sentidos -el oído, el tacto, el olfato, el paladar- consiguiesen comprender de él. En esa hora inicial, el mundo era pura apariencia y pura superficie. La materia era simplemente áspera o lisa, amarga o dulce, ácida o insípida, sonora o silenciosa, con olor o sin olor. Todas las cosas eran lo que parecían ser por el simple motivo de que no había ninguna razón para que pareciesen y fuesen otra cosa. En aquellas antiquísimas eras no se nos pasaba por la cabeza que la materia fuese «porosa». Hoy, sin embargo, aunque sabedores de que, desde el último de los virus hasta el universo, no somos nada más que organizaciones de átomos y que en el interior de ellos, además de la masa que les es propia, todavía sobra espacio para el vacío (lo compacto absoluto no existe, todo es penetrable), seguimos, tal como hicieron nuestros antepasados de las cavernas, aprendiendo, identificando y reconociendo el mundo según la apariencia con que se nos presenta. Imagino que el espíritu filosófico y el espíritu científico, coincidentes en su origen, se habrán manifestado el día en que alguien tuvo la intuición de que esa apariencia, al mismo tiempo que imagen exterior captable por la consciencia y por ella utilizada, podría ser, también, una ilusión de los sentidos. Si bien es verdad que habitualmente se refiere más al mundo moral que al mundo físico, es de todos conocida la expresión popular en que esa intuición se plasma: «Las apariencias engañan». Una ilusión, por tanto…

Día 6

Crítica

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