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– Sí, sí, claro que lo entiendo. Yo también tengo un hijo. Me es imposible compartir plenamente el dolor de usted y su marido, pero les acompaño profundamente en el sentimiento. Pero, por otro lado, no estoy segura de poder ayudarles.

– Gracias por sus palabras -la voz era gélida-. El profesor Anderheiss, sin embargo, piensa que usted posee todas las condiciones que buscamos. Nos dijo que era usted tenaz, decidida y muy enérgica. -Silencio. Þóra pensó que el buen hombre no se había atrevido a decir «implacable». La mujer continuó-. Y también comprensiva. Es un buen amigo de la familia y confiamos en él. ¿Está usted dispuesta a encargarse del caso? Le pagaremos muy bien. -La mujer mencionó una cantidad.

Era increíble, y lo único que se podía añadir era si incluía o no el IVA. Unos honorarios por hora de más del doble de lo que Þóra solía cobrar. Además, la mujer ofreció un plus si la investigación conducía a la detención de un hombre que no fuera el que estaba ya arrestado. El plus era superior al sueldo anual de Þóra.

– ¿Por qué me ofrecen tanto dinero? Yo no soy detective privado.

– Estamos buscando a alguien que pueda estudiar el caso desde cero, analizar las pruebas y evaluar adecuadamente la actuación de la policía. -La mujer hizo una pausa antes de continuar-. La policía se niega a hablar con nosotros. Eso nos pone muy nerviosos.

«Su hijo ha sido asesinado y las relaciones con la policía los ponen nerviosos», pensó Þóra.

– Pensaré en el asunto. ¿Tiene un teléfono al que pueda llamarla?

– Sí. -La mujer dijo el número-. Le ruego que no tarde mucho tiempo en decidirse. Si no sé nada de usted hoy mismo, buscaré otra solución.

– No se preocupe. Se lo comunicaré enseguida.

– Señora Guðmundsdóttir, una cosa más.

– ¿Sí?

– Ponemos una condición.

– ¿Qué es?

Carraspeó.

– Queremos ser los primeros en ser informados de todo lo que descubra usted. Sea importante o no.

– Antes de entrar en los detalles hay que ver si puedo ayudarles.

Se despidieron y Þóra colgó el aparato. Estupendo, empezar el día haciendo de criada. Y haberse pasado con la tarjeta. Y con los reintegros. El teléfono volvió a sonar. Þóra descolgó el aparato.

– Soy del taller de coches. Oye, esto parece un poco peor de lo que pensábamos.

– ¿Sigue vivo? -respondió Þóra fastidiada. El coche se había negado a ponerse en marcha cuando iba a hacer unos recados a mediodía del día anterior. Había intentado no sé cuántas veces arrancar sin éxito alguno. Al final no había tenido más remedio que darse por vencida y la grúa se había llevado el coche al taller. El mecánico la miró con cara de pena y le prestó un trasto viejo mientras durase la reparación. El coche de repuesto estaba marcado en la parte de atrás y la de delante con el nombre del Taller Mecánico Bibbi, y el suelo del asiento posterior y el del copiloto se encontraban llenos de toda clase de basura, especialmente envoltorios de repuestos y latas de Coca Cola vacías. Þóra no tenía más remedio que usarlo, porque no podía estar sin coche.

– Pues no mucho -respondió fríamente-. Va a resultar un poquitín caro. -Vino entonces un discurso lleno de conceptos del mundo de la reparación de vehículos, del que Þóra apenas comprendió nada. La cantidad que sonó a continuación, en cambio, no precisaba más explicaciones.

– Gracias. Repáralo.

Þóra colgó. Durante varios minutos se quedó mirando el teléfono, pensativa. Las Navidades estaban a la vuelta de la esquina, con los consabidos gastos, adornos, gastos, regalos, gastos, fiestas, gastos, reuniones familiares, gastos y, qué curioso, más gastos todavía. No se podía hablar precisamente de grandes negocios en el bufete. Si tenía éxito en el caso del alemán le llegaría mucho más trabajo. Además solucionaría los problemas económicos, y muchas más cosas. Incluso podría irse de vacaciones con los niños. Tendría que ser a un lugar adecuado para una niña de seis años, un chico de dieciséis y una mujer de treinta y seis. Además, tendría con qué invitar a un hombre de veintiséis años para completar el grupo y ajustar la distribución de sexos. Levantó el teléfono.

No fue la señora Guntlieb quien respondió, sino una sirvienta. Þóra preguntó por la señora y enseguida escuchó sus pasos acercándose, probablemente por un suelo de parqué encerado. Una voz fría se oyó en el teléfono.

– Hola señora Guntlieb. Þóra Guðmundsdóttir, de Islandia.

– Sí. -Tras un breve silencio, quedó claro que de momento no pensaba decir nada más.

– He decidido intentar ayudarles.

– Bien.

– ¿Cuándo quieren que empiece?

– Enseguida. Acabo de reservar una mesa para el almuerzo, para que discuta el asunto con Matthew Reich. Trabaja con mi esposo. Está en Islandia y posee la experiencia en investigación de la que usted carece. Él puede informarla sobre el caso con más detalle.

E1 tono de reproche de la palabra «carece» era tan duro como si Þóra hubiese aparecido borracha como una cuba en una fiesta infantil de cumpleaños. Þóra hizo como si no pasara nada.

– Sí, comprendo. Pero quiero repetir que no estoy segura de si podré ayudarles.

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