Radovich se levantó para despedirse, pero Slovuta no le ofreció la mano. La mirada ofendida y despreciativa al mismo tiempo del humillado Radovich, recorrió la espalda amplia y redonda de Slovuta mientras éste, escoltado por Makarygin, traspuso con él la puerta y juntos bajaron las escaleras hasta el automóvil que lo esperaba.
Solo, con los libros, Radovich se volvió en seguida hacia ellos. Después de recorrer con la vista y con la mano los estantes, eligió, luego de un ligero titubeo, un libro de Plekhanov. Cuando estaba a punto de instalarse en un sillón, le llamó la atención un librito con una vistosa encuadernación en rojo y negro que estaba sobre el escritorio de Makarygin, y lo tomó también. Pero este segundo libro le quemó las manos resecas y apergaminadas. Era una obra recientemente publicada, que se llamaba
En los últimos doce años mucha literatura deshonesta había pasado por las manos de Radovich; libres infames, serviles, totalmente falsos, pero nunca había tropezado con una cosa tan vil, tan inmunda, como ésta. Con la vista experimentada de un conocedor de libros, hojeó éste y en seguida se dio cuenta de quien era el que lo necesitaba y por qué, qué tipo bastardo era el autor, y cuánta animadversión iba a despertar contra Yugoslavia, que, por supuesto, no la merecía. Se detuvo indignado en una frase; la leyó por segunda vez: "No hay necesidad de detallar los motivos que impulsaron a Lázló Rajk a confesar;
¡Claro, no era necesario detallar sus motivos! Era superfino aclarar que Rajk había sido castigado por sus interrogadores y verdugos. No interesaba el hecho de que se lo hubiera torturado por medio del hambre y la falta de sueño. Total, resulta indiferente que lo hayan estirado sobre el suelo y le hayan pisoteado con sus botas los órganos genitales. En Sterlitamak, el antiguo prisionero Adamson con quien había intimado desde un principio, interiorizó a Radovich de algunos de sus métodos favoritos. Sin embargo, "los detalles carecían de importancia". ¡El hecho de que había confesado quería decir que era culpable!
¡La humma summarum de la justicia Staliniana!
Pero Yugoeslavia era una herida muy profunda, demasiado dolorosa para tocar el tema con Makarygin. De modo que cuando éste último volvió, acariciando con una mirada amorosa su nueva cinta ("No es la medalla en sí, sino el hecho de que no se hayan olvidado de uno"), encontró a Dushan echado hacia adelante en un sillón, ardiendo por dentro, y mirando sin verlo al libro de Plekhanov. —
—Gracias, Dushan, por no haber soltado nada inconveniente. Tenía miedo de que lo hicieras, — dijo Makarygin, sacando un cigarro y dejándose caer pesadamente sobre un diván.
—¿Y qué crees que podía haber soltado?, — exclamó Radovich un
poco sorprendido.
—¿Qué podrías haber dicho? ¡Oh, no sé! — Él fiscal despuntó su cigarro y lo prendió.— Podrías haber sido cualquier cosa. No puedes estar sin que se te escape algo. Cuando hablaba sobre los japoneses, yo me di cuenta por el gesto de tu boca que te morías de ganas de oponerte.
Radovich se enderezó. Porque es un fraude. Eso se huele a millas de distancia.
. — ¿Estás en tus cabales, Dushan? ¡Es un asunto del partido! ¿Cómo puedes llamarlo un fraude?
—¡No tiene nada que ver con el partido! ¿Crees que Slovuta es el partido? Dedúcelo tú mismo. Porque justo ahora, recién en el año 1949, ¿descubrimos los preparativos que hacían en 1943? Después de todo, ya hace cuatro años que son nuestros prisioneros. Y si continúas dentro de esa línea de razonamiento, dime qué país en medio de una guerra, no hace cualquier tipo de planes para aumentar su potencia. ¿Cómo puedes ser tan crédulo? ¿Supongo que también te habrás tragado eso de que los americanos andan tirando escarabajos colorados desde los aviones?
Las orejas prominentes de Makarygin enrojecieron.
—Bueno, podría ser, y si no, ¿qué importa? Es la política del gobierno; uno tiene que actuar como si estuviera sobre un escenario: hay que hablar un poco más fuerte y aumentar el maquillaje, para que el público se enteré de lo que está sucediendo.
Radovich, más tieso que nunca, continuaba hojeando el libro de Plekhanov. Makarygin fumaba en silencio, persiguiendo un pensamiento que se mostraba algo esquivo.