Читаем En el primer cí­rculo полностью

En seguida cayó en la cuenta. Se trataba de su hija Clara. Aparentemente, todo estaba perfectamente para las tres hijas de Makarygin. Pero, en realidad, algo andaba mal con Clara, la menor, la favorita, la que más se parecía a su madre. Desde hacía mucho tiempo, las cosas no andaban del todo bien, pero en los últimos meses la situación se había agravado. Durante las comidas, cuando estaban todos reunidos, ninguno de los tres gozaba de ese calor de hogar, en ese estrecho vínculo de familia que antes los unía, sino que, por el contrario, siempre terminaban peleándose como perros y gatos. Clara rechazaba de plano cualquier tema humano y sencillo, que se podía discutir sin perjuicio para la digestión. En vez de esto siempre desviaba la conversación hacia el tema de los "infortunados" con quienes trabajaba y frente a quienes evidentemente había dejado de tomar precauciones y de ejercer una vigilancia de tipo ideológico. Había sido presa de un absurdo sentimentalismo; sostenía que había inocentes entre los presos; insultaba a su padre y le echaba la culpa de tal situación, ya que era él el directo responsable de que se condenara a gente inocente. Se ponía totalmente fuera de si, y, en la mitad de la comida, abandonaba ruidosamente la mesa, sin haber terminado de comer.

Hacía unos pocos días, Makirygin había encontrado a su hija en el comedor. Estaba parada junto al aparador, clavando un clavo en su zapato con un candelabro, canturreando unas palabras sin sentido, algo como "toca el tambor", acompañadas de una melodía que su padre reconoció al punto como una vieja canción revolucionaria.

Haciendo lo posible por parecer indiferente, comentó, " 'El ancho mundo está inundado de lágrimas', podrías elegir otra canción para arreglar un zapato. ¡Mucha gente murió con esa canción en los labios, o marchó al exilio o a trabajos forzados!

Por tozudez quién sabe porqué, se erizó con furia: "¡Vean eso! ¡Los abnegados héroes! Ibanal exilio y a trabajos forzados! Bueno, ¡todavía van hoy!

—¿Qué? — El fiscal estaba azorado ante una comparación tan imprudente e injusta. ¿Cómo podía alguien perder la perspectiva histórica en esa forma? Apenas podía contenerse y haciendo un esfuerzo para no pegarle a su hija, le arrancó el zapato de las manos y lo arrojó violentamente sobre el piso.

—¿Cómo osas comparar al partido de la clase trabajadora con esos fascistas infames?

Era muy cabeza dura. Aunque le pegara, no lloraría ni se daría, por vencida. Permanecía allí, parada, con un pie calzado y el otro en medias.

—¡No vengas con discursos, papá! ¿Qué clase de trabajadores? Fuiste un obrero durante dos años, hace siglos, y por los treinta años siguientes, has sido sólo un fiscal. Lindo trabajador eres, que no tienes ni un martillo en toda la casa. ¡Un trabajador que ni se acerca a un auto sin chófer! Nuestra existencia determina nuestra conciencia; eso es lo que se nos ha enseñado, ¿no es así?

—Sí, la existencia social, pequeña imbécil. ¡Y la conciencia social!

—Bueno, ¿y a qué llamáis ser socialmenteconscientes, entonces? Unos poseen mansiones y otros viven en covachas. Unos tienen auto y otros van a trabajar caminando con los zapatos agujereados. ¿Quién de los dos es social?

Su padre se ahogaba de rabia e impotencia. Otra vez la eterna imposibilidad de explicarle la sabiduría de la vieja generación a esta estúpida juventud.

—¡Eres una imbécil! ¡No entiendes nada y no aprendes nada!

—Bueno, ¡enséñame! Vamos, ¡enséñame! ¿De qué vives? ¡No te estarían pagando miles y miles si no les dieras algo a cambio! Un relámpago de ira iluminó la oscurecida cara de Clara.

—Trabajo acumulado, idiotita. Lee a Marx. Tienes una determinada educación, una profesión. Eso no es trabajo acumulado y te pagan más por ello. ¿Y qué de los mil ochocientos rublos que te dan en el instituto? ¿Qué haces para ganarlos?

Justo en ese memento su mujer irrumpió en la habitación porque había oído el barullo y empezó a reconvenir a Clara por tratar de arreglar un zapato por su cuenta. Debería pagarle a un zapatero para que lo hiciera. Para eso estaban los remendones; no había por qué estropear el candelabro o el aparador.

Ahora, sentado en el diván, Makarygin, con los ojos entrecerrados, volvía a ver a su hija, a su amada y odiosa hija, cubriéndolo hábilmente de insultos; la veía recoger el zapato que él había tirado al suelo y alejarse rengueando rumbo a su cuarto.

—Dushan, Dushan —suspiró blandamente Makarygin—. ¿Qué puedo hacer con mi hija?

—¿Qué hija? — dijo Radovich sorprendido, y siguió hojeando a Plekhanov.

La cara de Makarygin era casi tan ancha en la barbilla como en la frente. Su fisonomía gruesa, rectangular, cuadraba con la severa posición de responsabilidad social de un fiscal. Sus grandes orejas sobresalían del conjunto como las alas de la esfinge. Era un espectáculo lamentable ver la confusión pintada en semejante cara.

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