La mujer del médico puso en la mesa un poco de la comida que quedaba, después los ayudó a sentarse, dijo, Masticad despacio, ayuda a engañar al estómago. El perro de las lágrimas no vino a pedir comida, estaba habituado a ayunar, además, habrá pensado que no tenía derecho, después del banquete de la mañana, a quitar, por poca que fuese, la comida de la boca a la mujer que había llorado, los otros no parecían tener para él mucha importancia. En medio de la mesa, el candil de tres picos esperaba que la mujer del médico diera la explicación que había prometido, ocurrió al final, cuando ya acababan de comer, Dame tus manos, dijo ella al niño estrábico, luego se las guió lentamente mientras iba diciendo, Esto es la base, redonda, como ves, y esto es la columna que sostiene la parte superior, que es el depósito de aceite, aquí, cuidado no te quemes, están los picos, uno, dos, tres, de ellos salen las mechas, unas tiritas de paño retorcido que chupan el aceite de dentro, se les acerca una cerilla y arden hasta que el aceite se acaba, son unas lucecillas débiles, pero lo suficiente para que podamos ver, Yo no veo, Un día verás, ese día te regalaré el candil, De qué color es, Has visto alguna vez una cosa de latón, No sé, no me acuerdo qué es latón, El latón es amarillo, Ah. El niño estrábico reflexionó un poco, Ahora va a preguntar por su madre, pensó la mujer del médico, pero se equivocaba, el chiquillo sólo dijo que quería agua, tenía mucha sed, Tendrás que esperar hasta mañana, no tenemos agua en casa, en ese mismo momento recordó que sí, que había agua, unos cinco litros o más de preciosa agua, el contenido intacto de la cisterna del retrete, no podía ser peor que la que bebieron durante la cuarentena. Ciega en la oscuridad, fue al cuarto de baño, a tientas levantó la tapa de la cisterna, no podía ver si realmente había agua, la había, se lo dijeron los dedos, buscó un vaso, lo sumergió, lo llenó con todo cuidado, la civilización había regresado a sus primitivas fuentes de sumersión. Cuando entró en la sala, todos seguían sentados en su sitio. Las llamas iluminaban los rostros, dirigidos hacia ellas, era como si el candil estuviese diciéndoles, Estoy aquí, vedme, aprovechaos, que esta luz no va a durar siempre. La mujer del médico acercó el vaso a los labios del niño estrábico, dijo, Aquí tienes agua, bebe lentamente, lentamente, saboréala, un vaso de agua es una maravilla, no hablaba para él, no hablaba para nadie, simplemente comunicaba al mundo la maravilla que es un vaso de agua, Dónde la has encontrado, es agua de lluvia, preguntó el marido, No, es de la cisterna, Y no teníamos un garrafón de agua cuando nos fuimos, preguntó él de nuevo, la mujer exclamó, Sí, es verdad, cómo no se me ha ocurrido, un garrafón, que estaba a medias y otro que ni lo habíamos empezado, qué alegría, no bebas, no bebas más, esto se lo decía al niño, vamos todos a beber agua pura. Se llevó esta vez el candil y fue a la cocina, volvió con la garrafa, la luz entraba por el plástico y hacía centellear la joya que tenía dentro. Colocó el recipiente en la mesa, fue a por vasos, los mejores que tenían, de cristal finísimo, luego, lentamente, como si estuviese oficiando un rito, los llenó. Al fin, dijo, Bebamos. Las manos ciegas buscaron y encontraron los vasos, los alzaron temblando, Bebamos, repitió la mujer del médico. En el centro de la mesa el candil era como un sol rodeado de astros brillantes. Cuando posaron los vasos, la chica de las gafas oscuras y el viejo de la venda negra estaban llorando.