La mujer del médico recogió las ropas que habían quedado en el suelo, pantalones, calzoncillos, camisas, una chaqueta, camisetas, alguna ropa interior pegajosa de inmundicia, a ésta ni un mes de remojo en el barreño le devolvería la limpieza, hizo un brazado con todo, Quedaos aquí, dijo, ya vuelvo. Llevó la ropa a la terraza, como había hecho con los zapatos, allí, a su vez, se desnudó, contemplando la ciudad negra bajo el cielo pesado. Ni una pálida luz en las ventanas, ni un reflejo desmayado en las fachadas, lo que estaba ante ella no era una ciudad, era una extensa masa de alquitrán que al enfriarse se había moldeado a sí misma en formas de casas, tejados, chimeneas, todo muerto, todo apagado. Apareció en la terraza el perro de las lágrimas, inquieto, pero ahora no había llanto que enjugar, la desesperación era toda por dentro, los ojos estaban secos. La mujer del médico sintió frío, se acordó de los otros, allí en medio de la sala, desnudos, esperando no sabrían qué. Entró. Se habían convertido en simples siluetas sin sexo, manchas imprecisas, sombras perdiéndose en la sombra, Pero para ellos no, pensó, ellos se diluyen en la luz que los rodea, es la luz lo que no les deja ver. Voy a encender una luz, dijo, en este momento estoy casi tan ciega como vosotros, Hay ya electricidad, preguntó el niño estrábico, No, voy a encender un candil de aceite, Qué es un candil, volvió a preguntar el niño, Luego te lo digo. Buscó en una de las bolsas de plástico una caja de fósforos, fue a la cocina, sabía dónde guardaba el aceite, no necesitaba mucho, rasgó un paño de secar la vajilla y con una tira hizo una mecha, luego volvió a la sala, donde estaba el candil, iba a ser útil por primera vez desde que lo fabricaron, al principio no parecía que éste fuera su destino, pero ninguno de nosotros, candiles, perros o humanos, sabe, al principio, todo aquello para lo que venimos al mundo. Una tras otra, sobre los picos del candil, se encendieron, trémulas, tres almendras luminosas que de vez en cuando se estiraban hasta parecer que la parte superior de las llamas iría a perderse en el aire, después se recogían sobre sí mismas, como si se volvieran densas, sólidas, unas pequeñas piedras de luz. La mujer del médico dijo, Ahora ya veo, voy a buscaros ropa limpia, Pero nosotros estamos sucios, dijo la chica de las gafas oscuras. Tanto ella como la mujer del primer ciego se tapaban con las manos el pecho y el pubis, No es por mí, pensó la mujer del médico, es porque la luz del candil las está mirando. Luego dijo, Mejor será tener ropa limpia en el cuerpo sucio que llevar ropa sucia en el cuerpo limpio. Cogió el candil y fue a rebuscar en los cajones de la cómoda, en los roperos, al cabo de unos minutos volvió, traía pijamas, batas, faldas, blusas, vestidos, calzoncillos, camisetas, lo necesario para cubrir con decencia a siete personas, verdad es que no todas eran de la misma estatura, pero en delgadez parecían gemelas. La mujer del médico los ayudó a vestirse, el niño estrábico se puso unos pantalones del médico, de esos de llevar a la playa y al campo, que nos reconvierten a todos en niños. Ahora, ya podemos sentarnos, suspiró la mujer del primer ciego, guíanos, por favor, no sabemos dónde ponernos.