Читаем Ensayo Sobre La Ceguera полностью

Fue una noche inquieta. Vagos al principio, imprecisos, los sueños iban de durmiente en durmiente, cogían de aquí y de allá, se llevaban consigo nuevas memorias, nuevos secretos, nuevos deseos, por eso los dormidos suspiraban y murmuraban, Este sueño no es mío, decían, pero el sueño respondía, No conoces aún tus sueños, fue así como la chica de las gafas oscuras se enteró de quién era el viejo de la venda negra que dormía a dos pasos, y así también creyó él saber quién era ella, sólo lo creyó, porque no basta con que los sueños sean recíprocos para que sean iguales. Empezó a llover cuando clareaba la mañana. El viento lanzó contra las ventanas un aguacero que resonó como mil latigazos. La mujer del médico se despertó, abrió los ojos y murmuró, Cómo llueve, luego volvió a cerrarlos, en el dormitorio seguía siendo noche profunda, podía dormir. No llegó a estar así ni un minuto, despertó abruptamente con la idea de que tenía algo que hacer, pero sin comprender qué era, la lluvia estaba diciéndole, Levántate, qué querría la lluvia. Despacio, para no despertar al marido, salió del cuarto, atravesó la sala de estar, se detuvo un instante para mirar a los que dormían en los sofás, luego siguió por el pasillo hasta la cocina, sobre esta parte de la casa caía la lluvia aún con más fuerza, empujada por el viento. Con la manga de la bata limpió los cristales empañados de la puerta y miró hacia fuera. El cielo era, todo él, una sola nube, la lluvia caía en torrentes. En el suelo de la terraza, amontonadas, estaban las ropas sucias que se habían quitado, estaba la bolsa de plástico con los zapatos que había que lavar. Lavar. El último velo del sueño se abrió súbitamente, era eso lo que tenía que hacer. Abrió la puerta, dio un paso, de inmediato la lluvia la empapó de la cabeza a los pies como si estuviese bajo una cascada. Tengo que aprovechar esta agua, pensó. Volvió a entrar en la cocina y, evitando en lo posible cualquier ruido empezó a reunir lebrillos, cazos, palanganas, todo lo que pudiera recoger un poco de esta lluvia que caía del cielo a cántaros, en cortinas que el viento hacía oscilar, que el viento iba empujando sobre los tejados de la ciudad como una inmensa y rumorosa escoba. Los sacó, disponiéndolos a lo largo de la terraza, ahora tendría agua para lavar aquellas ropas inmundas, los zapatos asquerosos. Que no escampe, que no pare esta lluvia, murmuraba mientras buscaba en la cocina jabón, detergentes, estropajos, todo lo que sirviese para limpiar un poco esta suciedad insoportable del alma. Del cuerpo, dijo, como para corregir el metafísico pensamiento, después añadió, Es igual. Entonces, como si sólo ésa pudiese ser la conclusión inevitable, la conciliación armónica entre lo que había dicho y lo que había pensado, se quitó de golpe la bata mojada, y, desnuda, recibiendo en el cuerpo unas veces la caricia, otras veces los latigazos de la lluvia, empezó a lavar la ropa al tiempo que se lavaba a sí misma. El ruido de las aguas que la rodeaba le impidió darse cuenta de que ya no estaba sola. En la puerta de la terraza habían aparecido la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego, qué presentimientos, qué intuiciones, qué voces interiores las habían despertado es algo que no se sabe, tampoco se sabe cómo consiguieron encontrar el camino hasta aquí, no vale la pena buscar ahora explicaciones, las conjeturas son libres. Ayudadme, dijo la mujer del médico cuando las vio, Cómo, si no vemos, preguntó la mujer del primer ciego, Quitaos la ropa que lleváis puesta, cuanta menos tengamos que secar después, mejor, Pero nosotras no vemos, repitió la mujer del primer ciego, Es igual, dijo la chica de las gafas oscuras, haremos lo que podamos, Y yo acabaré después, dijo la mujer del médico, limpiaré lo que haya quedado sucio, y ahora, a trabajar, vamos, somos la única mujer con dos ojos y seis manos que hay en el mundo. Tal vez en la casa de enfrente, detrás de aquellas ventanas cerradas, algunos ciegos, hombres y mujeres, en vela por la violencia de los golpes de agua, con la cara apoyada en los fríos cristales, recubriendo con el vaho de la respiración el vaho de la noche, recuerden el tiempo en que así, tal como ahora están, veían caer la lluvia del cielo. No pueden imaginar que tienen tan cerca a tres mujeres desnudas, desnudas como vinieron al mundo, parecen locas, deben de estar locas, personas en su sano juicio no se ponen a lavar en la terraza, expuestas a los reparos de la vecindad, y menos aún así, qué importa que estemos todos ciegos, son cosas que no se deben hacer, santo Dios, cómo resbala el agua por ellas, cómo se escurre entre los senos, cómo se demora y pierde en la oscuridad del pubis, cómo, en fin, baña y envuelve los muslos, tal vez hayamos pensado mal de ellas injustamente, tal vez no seamos capaces de ver lo más bello y más glorioso que haya acontecido alguna vez en la historia de la ciudad, cae del suelo de la terraza una cascada de espuma, ojalá yo pudiera ir con ella, cayendo interminablemente, limpio, purificado, desnudo. Sólo Dios nos ve, dijo la mujer del primer ciego, que a pesar de los desengaños y de las contrariedades mantiene firme la creencia de que Dios no es ciego, a lo que respondió la mujer del médico, Ni siquiera él, el cielo está cubierto, sólo yo puedo veros, Estoy fea, preguntó la chica de las gafas oscuras, Estás flaca y sucia, fea no lo serás nunca, Y yo, preguntó la mujer del primer ciego, Sucia y flaca como ella, no tan guapa, pero más que yo, Tú eres guapa, dijo la chica de las gafas oscuras, Cómo puedes saberlo, si nunca me viste, Soñé dos veces contigo, Cuándo, La segunda fue esta noche, Estabas soñando con la casa porque te sentías segura y tranquila, es natural, después de todo lo que hemos pasado, en tu sueño yo era la casa, y como, para verme, tenías que ponerme cara, la inventaste, Yo también te veo guapa, y nunca he soñado contigo, dijo la mujer del primer ciego, Eso viene a demostrar que la ceguera es la providencia de los feos, Tú no eres fea, No, realmente no lo soy, pero la edad, Cuántos años tienes, preguntó la chica de las gafas oscuras, Me acerco a los cincuenta, Como mi madre, Y ella, Ella, qué, Sigue siendo guapa, Lo era más antes, Es lo que nos pasa a todos, siempre hemos sido más alguna vez, Tú nunca lo has sido tanto, dijo la mujer del primer ciego. Las palabras son así, disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran a dónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos, La mujer del médico tiene nervios de acero, y resulta que también la mujer del médico está deshecha en lágrimas por obra de un pronombre personal, de un adverbio, de un verbo, de un adjetivo, meras categorías gramaticales, meros designativos, como lo están igualmente las dos mujeres, las otras, pronombres indefinidos, también ellos llorosos, que se abrazan a la de la oración completa, tres gracias desnudas bajo la lluvia que cae. Son momentos que no pueden durar eternamente, hace más de una hora que estas mujeres están aquí, ya deben sentir frío, Tengo frío ha dicho la chica de las gafas oscuras. Por la ropa ya no se puede hacer más, los zapatos están de lo más limpios, ahora es el momento de que se laven estas mujeres, se enjabonen el pelo y la espalda unas a otras, se ríen como sólo reían las niñas que jugaban a la gallina ciega en el jardín, en el tiempo en que no eran ciegas. Ha amanecido el día, el primer sol todavía acecha por encima del hombro del mundo antes de esconderse otra vez tras las nubes. Sigue lloviendo, pero con menos fuerza. Las lavanderas entraron en la cocina, se secaron y se frotaron con las toallas que la mujer del médico trajo del armario del cuarto de baño, la piel les huele tanto a detergente que el olor aturde, pero así es la vida, quien no tiene can caza con gato, el jabón se deshizo en un abrir y cerrar de ojos, aun así en esta casa parece que

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