Acostada al lado del marido, lo más juntos que podían estar, dada la estrechez del camastro, pero también por gusto, cuánto les había costado, en medio de la noche, guardar el decoro, no hacer como aquellos a quienes alguien había llamado cerdos, la mujer del médico miró el reloj. Marcaba las dos y veintitrés minutos. Afirmó mejor la vista, vio que la aguja de los segundos no se movía. Se había olvidado de dar cuerda al maldito reloj, o maldita ella, maldita yo, que ni siquiera ese deber tan sencillo había sabido cumplir después de apenas tres días de aislamiento. Sin poder dominarse, rompió en un llanto convulsivo, como si le acabara de ocurrir la peor de las desgracias. Pensó el médico que su mujer se había quedado ciega, que llegara lo que tanto temía, desatinado estuvo a punto de preguntarle, Te has quedado ya ciega, pero en el último instante le oyó un murmullo, No es eso, no es eso, y después, en un lento susurro, casi inaudible, tapadas las cabezas de ambos con la manta, Tonta de mí, no le di cuerda al reloj, y continuó llorando, inconsolable. Desde su cama, al otro lado del pasillo, la chica de las gafas oscuras se levantó y, guiada por los sollozos, se acercó con los brazos extendidos, Está angustiada, necesita algo, iba preguntando a medida que avanzaba, y tocó con las dos manos los cuerpos acostados. Mandaba la discreción que inmediatamente las retirase, y sin duda el cerebro le dio esa orden, pero las manos no obedecieron, sólo hicieron más sutil el contacto, nada más que un leve roce de la epidermis en la manta grosera y tibia. Necesita algo, volvió a preguntar, y, ahora sí, las manos se retiraron, se levantaron, se perdieron en la blancura estéril, en el desamparo. Sollozando aún, la mujer del médico saltó de la cama, se abrazó a la muchacha, No es nada, fue un momento de aflicción, Si usted, que es tan fuerte, se desanima, entonces es que de verdad no tenemos salvación, se lamentó la chica. Más tranquila, la mujer del médico pensaba, mirándola de frente, Ya casi no tiene rastros de conjuntivitis, qué pena que no se lo pueda decir, con lo contenta que se pondría. Probablemente sí, se pondría contenta, aunque tal contento fuese absurdo, no tanto por estar ciega sino porque también toda la gente allí lo estaba, de qué sirve tener los ojos límpidos y bellos como son éstos, si no hay nadie que los vea. La mujer del médico dijo, Todos tenemos nuestros momentos de flaqueza, menos mal que todavía somos capaces de llorar, el llanto muchas veces es una salvación, hay ocasiones en que moriríamos si no llorásemos, No tenemos salvación, repitió la chica de las gafas oscuras, Quién sabe, esta ceguera no es como las otras, tal como vino puede desaparecer, Sería ya tarde para los que han muerto, Todos tenemos que morir, Pero no tendríamos que ser muertos, y yo he matado a una persona, No se acuse, fueron las circunstancias, aquí todos somos culpables e inocentes, peor, mucho peor fue lo que hicieron los soldados que nos vigilan, y hasta ésos podrán alegar la mayor de todas las disculpas, el miedo, Qué más daba que el pobre hombre me tocase, ahora él estaría vivo y yo no tendría en el cuerpo ni más ni menos que lo que tengo, No piense más en eso, descanse, intente dormir. La acompañó hasta la cama, Acuéstese, Es usted muy buena, dijo la muchacha, y luego, bajando la voz, No sé qué hacer, me va a venir la regla y no tengo compresas, Tranquila, tengo yo. Las manos de la chica de las gafas oscuras buscaron dónde asistirse, pero fue la mujer del médico quien, suavemente las cogió entre las suyas, Descanse, descanse. La muchacha cerró los ojos, se quedó así un minuto, se habría quedado dormida de no ser por el barullo que en aquel momento se armó, alguien había ido al retrete y, al volver, encontró su cama ocupada, no había sido por mala intención, el otro se había levantado para el mismo fin, se cruzaron los dos en el camino, está claro que a ninguno de los dos se le ocurrió decir, Ojo, no se equivoque de cama cuando vuelva. De pie, la mujer del médico miraba a los dos ciegos que discutían, notó que no hacían gestos, que casi no movían el cuerpo, muy rápido han aprendido que sólo la voz y el oído tienen ahora alguna utilidad, cierto es que no les faltaban brazos, que podían pegarse, luchar, llegar a las manos, como suele decirse, pero un cambio de cama no era para tanto, que todos los errores de la vida fuesen como éste, bastaba con que se pusieran de acuerdo, La dos es la mía, la suya es la tres, que quede claro, Si no fuéramos ciegos, no habría ocurrido esto, Tiene razón, lo malo es que somos ciegos. La mujer del médico le dijo al marido, El mundo está todo aquí dentro.