Como si durante todo este tiempo hubiera estado esperando la consigna, el ábrete sésamo, se oyó por fin el altavoz, Atención, atención, los internos tienen autorización para venir a recoger la comida, pero cuidado, si alguien se aproxima demasiado a la reja del portón, recibirá un primer aviso verbal, en caso de no volver inmediatamente atrás, el segundo aviso será una bala. Los ciegos avanzaron con lentitud, algunos, más confiados, directamente hacia donde creían que estaría la puerta, los otros, menos seguros de sus incipientes capacidades de orientación, preferían ir deslizándose a lo largo de la pared, así no habría error posible, cuando llegasen a la esquina sólo tenían que seguir la pared en ángulo recto, allí estaría la puerta. Imperativo, impaciente, el altavoz repitió la llamada. El cambio de tono, notorio incluso para quien no tuviera motivos de desconfianza, asustó a los ciegos. Uno de ellos declaró, Yo no salgo de aquí, lo que quieren es reunirnos fuera para matarnos a todos, Yo tampoco salgo, dijo otro, Ni yo, reforzó un tercero. Estaban parados, irresolutos, algunos querían salir, pero el miedo iba apoderándose de todos. Se oyó la voz de nuevo, Si pasan tres minutos sin que aparezca nadie para llevarse las cajas de comida, las retiramos. La amenaza no venció al temor, sólo lo empujó hacia las últimas cavernas de la mente, como un animal perseguido que queda a la espera de una ocasión para atacar. Recelosos, intentando cada uno ocultarse detrás de otro, fueron saliendo los ciegos hacia el rellano de la escalera. No podían ver que las cajas no se encontraban junto al pasamanos, que era donde esperaban encontrarlas, no podían saber que los soldados, temiendo el contagio, se habían negado incluso a aproximarse a la cuerda de la que se habían servido todos los ciegos internados. Las cajas de comida habían sido apiladas, más o menos, en el sitio donde la mujer del ciego recogió el azadón. Avancen, avancen, ordenó el sargento. De modo confuso, los ciegos intentaban ponerse en fila para avanzar ordenadamente, pero el sargento les gritó, Las cajas no están ahí, dejen la cuerda, déjenla, desplácense hacia la derecha, la vuestra, la vuestra, idiotas, no hay que tener ojos para saber de qué lado está la mano derecha. La advertencia fue hecha a tiempo, algunos ciegos de espíritu riguroso habían entendido la orden al pie de la letra, si era la derecha, tenía que ser, lógicamente, la derecha de quien hablaba, por eso intentaban pasar por debajo de la cuerda para ir en busca de las cajas sabe Dios dónde. En circunstancias diferentes, lo grotesco del espectáculo hubiera hecho reír a carcajadas al más grave de los observadores, era de partirse de risa, unos cuantos ciegos avanzando a gatas, de narices casi contra el suelo, como gorrinos, un brazo adelantado tentando el aire, mientras otros, tal vez con miedo a que el espacio blanco, fuera de la protección del techo, los engullera, se mantenían desesperadamente aferrados a la cuerda y aguzaban el oído, esperando la primera exclamación que señalaría el hallazgo de las cajas. Los soldados sentían ganas de apuntar las armas y descargarlas deliberadamente, fríamente, en aquellos imbéciles que se movían ante sus ojos como cangrejos cojos, agitando las pinzas torpes en busca de la pata que les faltaba. Sabían lo que había dicho en el cuartel aquella misma mañana el comandante del regimiento, que el problema de los ciegos sólo podría resolverse a través de la liquidación física de todos ellos, los habidos y los por haber, sin contemplaciones falsamente humanitarias, palabras suyas, del mismo modo que se corta un miembro gangrenado para salvar la vida del cuerpo, la rabia de un perro muerto, decía ilustrativamente, está curada por naturaleza. A algunos soldados, menos sensibles a la belleza del lenguaje figurado, les costó entender que la rabia de un perro tuviese algo que ver con los ciegos, pero la palabra de un comandante, del jefe de un regimiento, vale lo que pesa, digámoslo hablando también en sentido figurado, nadie llega tan alto en la vida militar sin tener razón en todo cuanto piensa, dice y hace. Al fin, un ciego había tropezado con las cajas y gritaba, abrazado a ellas, Están aquí, están aquí, si este hombre recupera la vista algún día, seguro que no anuncia con mayor alegría la buena nueva. En pocos segundos se atropellaban los ciegos entre sí y con las cajas, brazos y piernas en confusión, tirando cada uno para su lado, disputándose la primacía, ésta me la llevo yo, quien se la lleva soy yo. Los que se quedaron junto a la cuerda estaban nerviosos, ahora era otro su miedo, el quedar, por castigo a su pereza o cobardía, excluidos del reparto de alimentos, Ah, vosotros, no quisisteis andar por el suelo, con el culo al aire, expuestos a un tiro, pues ahora no coméis, recuerden lo que decía el otro, quien no se arriesga no pasa la mar. Empujado por este pensamiento decisivo, uno de ellos dejó la cuerda y fue, brazos al aire, en dirección al tumulto, A mí no me van a dejar fuera, pero las voces se callaron de repente, quedaron sólo unos ruidos arrastrados, unas interjecciones sofocadas, una masa dispersa y confusa de sonidos que llegaban de todos los lados y de ninguno. Se detuvo, indeciso, quiso regresar a la seguridad de la cuerda, pero le falló el sentido de la orientación, no hay estrellas en su cielo blanco, ahora lo que se oía era la voz del sargento dando instrucciones a los de las cajas para que volvieran a la escalera, pero lo que él decía sólo tenía sentido para ellos, el llegar a donde se quiere depende de donde se esté. Ya no había ciegos agarrados a la cuerda, a ellos les bastaba desandar el camino, esperaban ahora en el descansillo la llegada de los otros. El ciego despistado no se atrevía a moverse de donde estaba. Angustiado, soltó un grito, Ayudadme, por favor, no sabía que los, soldados lo tenían en la mira de sus fusiles, esperando que pisase la línea invisible por la que se pasaba de la vida a la muerte. Es que te vas a quedar ahí, cegato de mierda, preguntó el sargento, pero en su voz había cierto nerviosismo, la verdad es que no compartía la opinión de su comandante, Quién me dice que mañana no me toca a mí, que a los soldados, ya se sabe, se les da una orden y matan, se les da otra y mueren, No disparen hasta que yo lo ordene, gritó el sargento. Estas palabras hicieron comprender al ciego el peligro en que estaba. Se puso de rodillas, imploró, Por favor, ayúdenme, díganme por dónde tengo que ir, Ven hacia aquí, cieguecito, anda, ven hacia aquí, dijo la voz de un soldado en tono almibarado, falsamente amistoso, el ciego se levantó, dio tres pasos, pero se detuvo de nuevo, el tiempo del verbo le pareció sospechoso, ven no es ve, ven quiere decir que hacia aquí, por aquí mismo, en esta dirección llegarás al lugar desde el que te llaman, al encuentro de la bala que sustituirá en ti una ceguera por otra. Fue una iniciativa, por así decir, de un soldado malvado, y el sargento la cortó inmediatamente con dos gritos sucesivos, Alto, Media vuelta, seguidos de una severa llamada al orden al desobediente, por lo visto pertenece a aquella especie de personas a quienes no se les puede poner un arma en las manos. Animados por la benevolente intervención del sargento, los ciegos que habían alcanzado ya el rellano de la escalera armaron una algazara tremenda que sirvió de polo magnético al desorientado invidente. Seguro ya de sí, avanzó en línea recta. Seguid, seguid, decía mientras los ciegos aplaudían como si estuvieran asistiendo a un largo, vibrante y esforzado