A pesar del bochorno de un caluroso mediodía del mes de julio, en el interior del vechebús hacía fresco. El terreno donde se encontraba el paso a nivel era una llanura desprovista de árboles. Por ambas partes de la pista se perdía en el horizonte la infinita línea recta de los pilones de color amarillo-grisáceo sustentadores del ferrocarril de garganta que se elevaba a cuatro metros de la tierra, cuyos «rieles» semicirculares desprendían un brillo dorado como si fueran rayos del sol. Las líneas rojas que limitaban por las dos partes la vía del sharex, parecía que se elevaban bajo la brillante luz del día, como si no hubieran sido trazadas sobre la tierra, sino por el aire.
Los pasajeros del vechebús estaban vestidos muy ligeramente, la mayoría de ellos con trajes de un material fino de colores claros, pero a pesar de todo se hacía sentir el bochorno estival de un día sin viento.
Entre ellos, llamaba la atención inmediatamente, una muchacha alta, con un vestido blanco más corto de lo que corrientemente se llevaba en este tiempo. El raro tono verdoso de su cutis, el matiz entre esmeralda y zafiro de su espesa cabellera al descubierto, demostrando que no sentía el calor, los ojos un poco caídos oblicuamente, asombrosamente largos, por lo cual parecían mucho más estrechos de lo que eran en realidad, todo daba a entender que era una persona que no pertenecía a ninguna de las razas terrestres. De los zapatos blancos, hasta las rodillas de unas pierñas bonitas y bien torneadas estaban enrolladas entrecruzándose unas cintas estrechas blancas, sujetadas por unas hebillas también blancas, al parecer metálicas, en forma de hojas alargadas de una planta desconocida, que como dos escudos tapaban sus rodillas. Los brazos finos, desnudos hasta los hombros, terminaban en unos dedos largos y flexibles con uñas brillantes de color verde vivo, como si en la terminación de cada dedo la muchacha llevara una gran esmeralda. El color verde se destacaba claramente en las comisuras de la boca y sobre todo en las aletas de la nariz.
Seguramente la sangre de la muchacha tenía color rojo y el matiz verde de su piel era debido, probablemente, a una propiedad especial de sus pigmentos. Por eso en algunos lugares su cuerpo adquiría un fuerte color marrón tostado.
Su vestido no llegaba a las rodillas y estaba muy abierto por la espalda, la cual estaba casi cubierta por las ondas de su larga cabellera, recogida en la nuca por una ancha hebilla blanca, de la misma forma de la hoja de la desconocida planta. Debido a lo espeso de la cabellera, ésta daba la impresión de una masa pesada, en la que los rayos del Sol producían reflejos esmeraldinos a cada movimiento de la cabeza.
Pero «el verdor» no perjudicaba el aspecto exterior de la muchacha, todo lo contrario, era de una belleza especial, y provocaba una simpatía involuntaria la fuerza fresca, inagotable de su juventud floreciente. Y sólo sus ojos, oblicuamente situados, le daban a su rostro una expresión de tristeza.
Los pasajeros del vechebús ya se habían acostumbrado a su extraña acompañante y no le prestaban una atención especial. Todos sabían quién era. No había ni una sola persona en la Tierra que no hubiera oído hablar de su fantástica y enigmática historia.
Sólo, de vez en cuando, una mirada curiosa se detenía furtivamente en su figura alta, esbelta, miraba interesadamente los rasgos de su cara como si quisiera averiguar qué asunto había traído aquí a la «huésped de la Tierra», por qué estaba en el vechebús que iba por la ruta Kíev-Poltava.
La muchacha no notaba estas miradas. Parecía que no prestaba atención a ninguna de las personas que la rodeaban. No detuvo en nadie, ni una sola vez, la mirada de sus ojos negros aterciopelados.
Se llamaba Guianeya. Ella, lo mismo que su nombre, era conocida en todo el mundo.
Sin separarse de su lado estaba una muchacha del tipo terrestre común. Era también de estatura alta, pero su acompañante le llevaba media cabeza, de cabellera negra y espesa, pero sin el matiz verdoso de la piel, con un vestido blanco igual, pero un poco más largo y no tan abierto. Calzaba zapatos iguales a los de su compañera, pero sin cintas. Y sus ojos negros eran un poco alargados, pero situados horizontalmente.
Los pasajeros del vechebús sabían quién era esta segunda muchacha. Lo mismo que a Guianeya todos la conocían y sabían su nombre y apellido.
Ellas hablaban entre sí en voz baja en un idioma bello y sonoro. Era conocido de todos que Guianeya poseía un oído extraordinariamente agudo, incomparable con el de las personas de la Tierra.
Y no sólo era el oído. Todos los órganos de los sentidos estaban mucho más desarrollados en la forastera del otro mundo. Veía lo que el hombre de la Tierra no podía ver sin prismáticos, olfateaba el olor que no podría sentir ni un perro policía especialmente entrenado. Los finos y sensibles dedos de Guianeyá eran capaces de percibir sensaciones que no podían captar los dedos de las personas terrestres.