Murátov no apartaba los ojos del ocular del telescopio. Le fue encargada la observación visual pero hasta ahora no había podido ver nada. Y de repente le pareció que una mancha opaca oscureció el refulgente campo de estrellas que rodeaba la astronave. Algo parecido un espectro, grande y oscuro, eclipsó los puntos no centelleantes de los astros formando un abismo negro en la inmensidad del cosmos.
Pero la visión apareció por un instante y desapareció. ¿Por fin se había conseguido ver el satélite misterioso, o fue un engaño de la vista cansada?
Murátov no dijo nada de lo que había visto a sus camaradas. De nada les hubiera servido.
Véresov comenzó de nuevo a aproximarse con precaución, dirigiéndose sólo por la aguja del gravímetro que se deslizaba suavemente hacia la derecha.
Se acercaba la masa desconocida.
Stone ya había extendido la mano hacia el botón. Una ligera presión y del cuerpo de la «Titov» se separaría un robot-explorador cósmico en forma de cohete pequeño, pero potente. Dirigido por el gravímetro portátil
Algo había centelleado en la pantalla infrarroja.
Y... de nuevo un fuerte salto de la aguja hacia la izquierda. Un minuto de espera y la voz de la Tierra informó: ¡el satélite de nuevo se ha apartado, ha frenado, se ha rezagado!
Esto ya se parecía a una acción consciente.
Véresov pone en funcionamiento los motores de freno.
— Así podemos continuar hasta la eternidad — dijo para sí, pero lo suficientemente fuerte.
Sinitsin pudo notar esta vez una señal entrecortada del radiolocalizador. En ondas superex-tracortas tenía lugar una transmisión. No podía proceder de la Tierra ya que todas las estaciones de onda corta no funcionaban a esta hora cumpliendo una petición del Instituto de cosmonáutica. No cabía duda de que las señales debían proceder del satélite.
Quedó sin saber si esto había sido radiación de su propio transmisor o, al contrario, si su receptor había captado un comunicado ajeno.
— ¿Puede ser que sea un eco de la transmisión que acabamos de recibir? — conjeturó Stone —, por ejemplo de la Luna.
— Tienen un diapasón completamente distinto — contestó Sinitsin —. El eco podía llegar de la Luna mucho antes, pero no en este momento. Está demasiado cerca.
Esta vez pasaron más de dos horas hasta que consiguieron aproximarse al satélite.
Por tercera vez todo se repitió como al principio.
Y lo mismo sucedió después con la cuarta... con la quinta... con la sexta...
El satélite «jugaba». Aumentaba o disminuía la velocidad en cuanto la «Titov» se acercaba a una distancia, por lo visto, completamente determinada. Era imposible predecir estas maniobras, no había en ellas ninguna sucesión. Con frecuencia el satélite se marchaba varias veces seguidas, después frenaba inesperadamente, y de nuevo marchaba hacia adelante. Era difícil dejar de pensar en que esto no fuera un mecanismo, sino un ser vivo que aspiraba a ocultarse, a escaparse de la persecución que no le dejaba tranquilo.
Todo esto se repitió durante cuarenta y dos horas.
Ni a los participantes de la expedición, ni a los científicos que observaban la marcha de las operaciones desde la Tierra, les cabía la menor duda de que al satélite lo dirigía alguna voluntad consciente. Era evidente, que había «alguien» o «algo» captado por la «Titov» que había adivinado sus intenciones y quería impedir el encuentro.
¿Quién lo dirigía? ¿Y de dónde se realizaba esta dirección? Desde el mismo satélite o... Pero era demasiado fantástica la idea de que se podría dirigir desde otro planeta fuera del Sistema solar.
— Es un cerebro electrónico y se encuentra en el satélite — afirmó Stone.
— De ninguna forma puede encontrarse en el satélite — replicó Murátov —. En tal caso no eran necesarias las señales de radio.
— Puede venir de un satélite a otro ya que son dos.
— No tienen nada de que «hablar» si en ellos no existe un ser racional. La dirección procede de la Luna, o... de la Tierra.
— ¿De la Tierra?
— ¿Es que esto no es posible? — contestó Víktor a la pregunta con otra.
Esta suposición que a primera vista parecía tan rara, tenía, en efecto, un fundamento real. Si los habitantes de un mundo vecino (¿sería vecino?) conocían hace tiempo la Tierra, lo cual parecía que ya no ofrecía dudas, ¿acaso no habrían podido secretamente visitar nuestro planeta y dejar en él, en un lugar bien oculto, su cerebro electrónico? En la época, cuando todavía no existía el «Servicio del cosmos» y nadie observaba el espacio próximo a la Tierra, una astronave ajena podía aterrizar en el planeta y despegar sin que nadie lo notara. Murátov estaba en lo cierto. Y aún era mucho más fácil ir a la Luna en la que el hombre todavía no había puesto el pie; más aún que hasta ahora no estaban descubiertos todos los secretos de la Luna, y su superficie no había sido explorada por completo.