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A Sinitsin y Murátov les vino a la cabeza una idea que parecía sencilla, pero que resultó muy valiosa: comprobar a dónde conduce la espiral por la que se alejaron de la Tierra los dos satélites exploradores.

Era fácil aclarar por qué fueron ellos los que plantearon esta cuestión. Los dos trataron de cerca el secreto de los satélites, y naturalmente sus pensamientos todo el tiempo giraban alrededor de este secreto. No podían pensar en otra cosa.

El resultado de los cálculos produjo sensación. Si los satélites no cambiaron su trayectoria, si continuaron alejándose por la misma espiral, ¡entonces en su camino se encontraba la Luna!

¡Es más, la línea espiral del vuelo de los dos satélites terminaba en el cráter Tycho!

Esto hubiera sido fácilmente deducido, pero por algo nadie pensó en ello.

Entonces, los satélites no salieron del sistema solar, no se marcharon allá, a su patria desconocida, de donde los enviaron. Sencillamente regresaron a su base, y ahora se encontraban allí.

Era fácil descender a la Luna sin ser observados por la pequeña colonia de personas que formaba el personal de la estación científica del cráter Tycho, ya que los dos cuerpos eran invisibles a simple vista.

Si se encuentra a la base, entonces cae en manos de las personas no sólo el «centro dirigente», sino también ambos satélites, que se creían perdidos para siempre.

Esto obligaba a apresurarse todavía más. No se podía perder la propicia ocasión. Los satélites podían en cualquier momento volver a volar alrededor de la Tierra, donde, como ya se habían convencido las personas, «atraparlos» sería mucho más difícil.

Si era cierta la hipótesis de la aparición periódica de los satélites alrededor de la Tierra, entonces podrían permanecer en su base mucho tiempo, pero si fueron allí sólo para ser cargados de energía, entonces este tiempo podría ser muy corto.

A los científicos les alegró tener la posibilidad inesperada y atrayente de «atrapar» a los satélites, pero esta misma posiblidad trajo consigo más dificultades para preparar la expedición. No se podía dejar en olvido la suerte del robot-explorador que fue una advertencia amenazadora. Los satélites, en el vuelo o en la base, podían «defenderse» de la misma forma de los intentos de acercarse a ellos.

En las fábricas de máquinas cibernéticas se construían y creaban, a marchas forzadas, robots especiales que pudieran resistir los ataques de antisubstancia. Confeccionaban trajes defensivos para las personas. Se esforzaron por disminuir todo lo posible la instalación voluminosa para crear los campos magnéticos en torbellino. Esta defensa agrupada se consideraba la más segura. Toda la Tierra participaba en los preparativos de la expedición que prometía ser la más notable en la historia de la humanidad. ¡Se trataba del primer contacto con otro raciocinio!

 — ¿Entonces, estás firmemente decidido a no participar? — preguntó Sinitsin.

 — No veo qué beneficio puedo yo aportar a la expedición — contestó Murátov.

 — El mismo que yo, por ejemplo, y como los demás. ¿Es que en la «Titov» hiciste algo de particular?

 — Por eso, precisamente.

 — Tú y yo estamos estrechamente relacionados con este secreto — intentó Sinitsin convencer a su amigo —. Hemos encontrado los satélites, hemos calculado sus órbitas, y por fin hemos descubierto el enigma de su marcha. Por todo esto es natural que precisamente nosotros debamos participar hasta el final.

 — No me convencen tus palabras. Una cosa son los cálculos, ésta es mi esfera, y completamente otra, las búsquedas. Para esto no son necesarios matemáticos sino científicos...

 — E ingenieros.

 — Sí, pero de otra especialidad.

 — ¿Es decir, quieres que yo me dirija a la Luna sin ti? Esto es más peligroso que la expedición en la «Titov». — Sinitsin puso en juego la última carta —. Allá podemos encontrar a tus «amos». ¿No tienes interés en verlos?

 — Los veré, lo mismo que las demás personas, ya que los traeréis a la Tierra. Claro está, si ellos quieren — añadió Murátov. Se sentó en el sillón, clavando una mirada pensativa en el techo —. Sabes Serguéi, no sé por qué he dejado de creer que puedan estar en la Luna. ¿Qué pueden hacer allí? ¡Sin aire, sin agua, encerrados en las entrañas de las montañas lunares! ¡Y así años y años!

 — ¿Entonces, por qué tan tesoneramente has defendido esta hipótesis?

 — ¿No sé por qué? ¡Yo mismo no lo sé! Me pareció... Y todavía ahora me parece — se le escapó —. No puede comprender de ninguna forma que la información que han recogido los satélites, haya sido transmitida a un sistema planetario vecino. ¡A una distancia tan gigantesca! ¿Para qué? ¿A quién puede ser necesario? ¿Y si se encuentran en la Luna, llevando así decenas de años? Esto es todavía más incomprensible. Me parece que toda nuestra teoría es inestable, nebulosa, carente de sentido. Aquí se encierra algo raro y no la recogida de información sobre nuestra Tierra. Hay algo que incluso no sospechamos, algo maligno, aunque, te parezca un anacronismo. ¡Sí, maligno!

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