Si el huésped se quitaba la escafandra, y esto debía hacer si pensaba lógicamente, entonces ni en la superficie de su cuerpo, ni en su interior, quedaría nada que pudiera contaminar el aire del observatorio.
¿Y si esto no ocurría así?
Tampoco en este caso habría peligro. La escafandra fue desinfectada. Habría que explicarle al huésped con gestos que era necesario quitársela y realizar entonces una segunda desinfección.
¡Se aproximaba el momento tan esperado!
Leguerier, exteriormente tranquilo, pero con el ros,tro extremadamente pálido, apretó el botón.
La puerta se abrió de par en par.
Cada uno se representaba al huésped a su manera. En la mente de cada uno su aspecto estaba influido por la fantasía individual. Todos esperaban ver a un cosmonauta con cualesquiera rasgos de la cara, con cualquier color de la piel y con el traje de más inconcebible corte y materia, ¡pero adecuado para realizar el vuelo cósmico!
¡Sin embargo, lo que en realidad vieron no lo esperaba nadie!
El huésped se había quitado la escafandra; acertó a hacerlo como todos esperaban...
La aparición del huésped fue acogida por una exlamación general de asombro.
Ante ellos, cercana a la puerta, estaba una muchacha alta con un vestido corto, muy abierto de color oro. Cabellos espesos negro-azulados enmarcaban un rostro de un raro tono verdoso de la piel. Unos ojos grandes, oblicuos, muy alargados, miraban escrutadoramente, pero tranquilos, a las personas de la Tierra.
Levantó la mano con la palma abierta hacia adelante y alargando las sílabas pronunció con voz dulce y cantarína:
— ¡Guianeya!
9
— De toda esta enigmática historia lo que me parece más raro es su aspecto exterior, me refiero a Guianeya — dijo Murátov —. Nunca he pensado en que encontraríamos tan completo parecido con las personas de la Tierra. Esto es sencillamente inverosímil. Y piensen ustedes lo que quieran pero no paso a creer que ella sea un habitante de un mundo extraño.
— ¿Entonces quién puede ser? — preguntó Leguerier.
— Es comprensible que como todos me vea obligado a reconocer el hecho. Pero, en verdad, no sé como explicarles, que hay algo en mí que protesta, que incluso me inquieta...
— No hay nada de particular — dijo Leguerier —. Es comprensible su estado de espíritu.
A las personas se les inculcó la idea de que los habitantes de otros mundos no podían ser exactamente iguales a nosotros. ¿Por qué? El universo es infinito y entre la innumerable cantidad de mundos habitados pueden encontrarse cualesquiera formas exteriores de vida, incluso hasta moho pensante, según escribió un científico a mediados del siglo pasado. Existen organismos pensantes de todas las formas imaginables. Pero no se puede olvidar que la parte del universo accesible a nosotros está compuesta de las mismas substancias, de los mismos elementos que nuestro sistema solar. Está establecido que los sistemas planetarios, repito, de la parte del universo accesible a nosotros, rodean estrellas que por su clase espectral son parecidas al Sol. De aquí se desprende una deducción lógica: las condiciones de vida son aproximadamente iguales.
¿Qué es el hombre si no el producto de un proceso largo, penosamente largo de adaptación a las condiciones circundantes? La forma exterior del cuerpo tiene a la fuerza que ser racional, ya que es el órgano ejecutor del cerebro. La naturaleza ha creado órganos, lo más adaptados posibles, para el cumplimiento de determinadas funciones, y siempre las realiza por el camino más sencillo. El cuerpo de la persona es la más sencilla de todas las variantes teóricas posibles. ¿Por qué entonces, en otros planetas, donde las condiciones de vida son parecidas a las nuestras, este proceso debe conducir a resultados diferentes? Otra cosa sería si la base de la vida fuera no el carbono y el oxígeno, sino otro elemento. Entonces el cerebro sería otro y como resultado habría otros órganos. Con tales seres no tendríamos nada de común y no sería concebible ningún contacto.
— Le comprendo — dijo Murátov — y estoy de acuerdo con usted. Pero aquí no hay algo parecido sino completa coincidencia.
— Y esto no tiene nada de asombroso. Desde el principio estaba completamente convencido de que veríamos a un