Читаем Guianeya полностью

Le expusieron todo esto y de nuevo no estuvo de acuerdo: era más fuerte el odio que la voz de la razón.

Ambas partes no cedieron un ápice de su criterio.

No les preocupaba a las personas la seguridad de Guianeya en el planeta de los cuatro, podían defenderla en cualquier momento, pero muchos dudaban de si la huésped estaría de acuerdo.

Murátov decidió aclarar esta cuestión aprovechando la visita a Guianeya.

Llegó exactamente a la hora marcada.

Guianeya estaba sola.

Lo primero que saltó a los ojos de Murátov fue el vestido de la muchacha. Llevaba de nuevo el vestido dorado, en el que se presentó por primera vez a las personas en Hermes.

Vio una pequeña mesa, servida para dos. Dos copas estaban llenas de una bebida dorada.

Marina no estaba y, por lo visto, Guianeya no esperaba su llegada.

— Le he pedido que me dejara sola toda la tarde — contestó Guianeya a la pregunta de Víktor —. Ella no sabía que usted iba a venir.

Murátov no le preguntó la causa.

Guianeya con un gesto le invitó a que se sentara delante de ella. Y Murátov se dio cuenta en seguida que la conversación iba a tener un carácter no corriente.

— Aquí — dijo Guianeya alargando dos gruesos álbumes —, están los dibujos que hice del planeta de donde he venido. Tómelos y entregúelos a los que vayan allí. Que sepan cómo es la naturaleza y las personas de este planeta.

– ¿Esto quiere decir que usted no irá? — preguntó Murátov.

— No — contestó Guianeya con extraña irritación — yo me quedo aquí para siempre.

– ¿ruede suceder que usted cambie su decisión si sabe que estamos dispuestos a buscar el camino de su primera patria?

– ¿Qué es para mí? Nunca la he visto, no la conozco y seré allí una extraña.

Riyagueya dijo que en la patria todo había cambiado, todo era diferente.

– ¿Estuvo él allí?

— No. Pero Riyagueya lo sabía todo. Era un gran sabio. Ahora estoy contenta de que haya muerto.

Murátov puso su mano encima de la de Guianeya que la tenía sobre la mesa. Al sentirlo tembló pero no la apartó.

— Créame — dijo él — me apena mucho su desgracia. Le compadezco de todo corazón.

Los ojos de Guianeya brillaron de odio.

— No se atreva a hablar así — dijo en tono violento —. Ustedes han justificado la feroz violencia de estos salvajes. Ustedes no los han castigado. Por lo demás — Guianeya soltó una carcajada. Murátov se estremeció (cuánto dolor oculto había en esta risa) — ustedes tampoco me han castigado a mí aunque tenían todos los motivos para hacerlo. Al mandarme Riyagueya al asteroide estaba convencido de que iba a la muerte.

– ¿El?

– ¿Le asombra a usted? No sabíamos cómo eran las personas de la Tierra. He leído todos los libros que trajeron los primeros que les visitaron y les representaban a ustedes de otro modo.

– ¿Pero si Riyagueya estaba convencido de que usted iba a la muerte para qué la dejó descender en Hermes?

— Porque no podía matar con su propia mano — Guianeya se inclinó hacia Murátov.

Sus ojos se nublaron y durante un largo rato estuvo callada recordando el pasado.

Después comenzó a hablar entrecortadamente, no pensando en la ligazón de sus palabras, con frecuencia incomprensible —: Todos dormían. Riyagueya no despertó a la tripulación, aunque ya era hora. Sufría mucho. Tenía pena pero no vacilaba. Lo había decidido firmemente. La segunda nave no iba a volar después de nosotros. Otra tercera no existía. Pasaría mucho tiempo. Me despertó. Yo todavía no sospechaba nada. Nada había pensado. Y me dijo. Nunca olvidaré su rostro. No, yo no intenté disuadirle.

Comprendía que era en vano.

Todos conocían cuál eran sus concepciones. Y me dijo que los miembros de la tripulación habían decidido ajusticiarle en cuanto la nave descendiera en la Tierra. No tenían confianza en él. Me pidió que me marchara. ¿Marcharse? Era algo que causaba risa. Adonde ir al salir de la nave encontrándose en el cosmos. Volamos durante mucho tiempo dando vueltas. Le miraba, estaba tranquilo, irrevocablemente decidido. Yo sabía que si no encontraba lo que buscaba, de todas formas cumpliría lo que había decidido.

Para él era muy difícil matarme. Sabía hace tiempo que Riyagueya me amaba como a una hija. No podía matarme con sus propias manos. No podía. Me envió a la muerte Estaba convencido de ello. No tuve más remedio que obedecerle. Me dijo: «Sé que salvo a la humanidad de Lía. Pero no es necesario que conozcan esto. Calla, si quedas viva.

Calla también ante la faz de la muerte». Le prometí callar. En aquel instante estaba dispuesta a cumplir cualquier deseo suyo. El último ante la terrible muerte.

Guianeya se tapó los ojos con la mano.

– ¿Usted le amaba? — preguntó Murátov después de un largo silencio.

— No lo sé. Era demasiado joven, y ahora ya soy vieja. La más vieja de todos. Ya que nadie ha quedado de mis coetáneos. A todos los han matado esos… — agachó la cabeza, Murátov sabía que era para ocultar sus lágrimas.

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