Читаем Guianeya полностью

Murátov apoyaba en todos los sentidos a Merigo y a su pueblo. Pero en este momento comprendió que se podía odiar a aquellos con los que simpatizaba. Estaba embargado por una conmiseración grande hacia Guianeya, que no era culpable de nada, que recaían sobre ella las consecuencias de la conducta de otros entre los que había nacido.

— Usted, Víktor, se parece mucho a Riyagueya — dijo Guianeya —, por esto le he pedido que viniera hoy.

— Estoy contento si con esto puedo aliviar un poco su pena — contestó él.

Todo lo que ella dijo le incitaba a hacerle muchas preguntas, pero comprendió que no serían oportunas. Que hablara ella misma.

Guianeya levantó la cabeza. En sus ojos no había ni una lágrima e incluso se sonreía, pero Murátov sabía que esto sólo era una ficción.

– ¿Usted quería preguntarme algo?

— Si no tiene nada en contra.

— Pregunte.

– ¿Por qué Riyagueya fue tan poco consecuente? De sus palabras se deduce que él comprendía que las personas de la Tierra habían avanzado, que no eran como las de antes. ¿Por qué pensó que usted iba a la muerte?

— La explicación a esto hay que buscarla en nuestra historia — contestó Guianeya completamente tranquila —. Alguna vez la sabrá usted. Tengo fe en que ustedes lleguen a nuestra patria. Su desarrollo es más rápido que el nuestro, e incluso Riyagueya no previo esto. Yo lo he comprendido en la Tierra, Ahora, Víktor, no puedo relatar nada. Lo mismo que Riyagueya estaba convencida de que las personas me matarían, y al dirigirme al asteroide me vestí para esperar la muerte.

– ¿Entonces, este vestido?…

— Es una mortaja. De color dorado se visten los muertos y los condenados a muerte.

– ¿Para qué se lo ha puesto usted hoy?

— Entierro mi juventud.

Parecía que no hablaba sinceramente. Murátov empezó a sentir una vaga alarma, pero se esforzó por mostrar una sonrisa.

– ¿Pero cuando se presentó ante nosotros comprendió que nada le amenazaba?

— No inmediatamente. Era demasiado fuerte el concepto adquirido desde la infancia, y en parte la influencia de lo leído sobre la Tierra. Es posible que no fueran bien elegidos los libros. Esto no lo sé. Cuando usted me trasladó a su nave yo pensé: «Coincidencia rara».

– ¿En qué?

— Nosotros tenemos una costumbre. Cuando el hombre elige su esposa la lleva a su casa en los brazos. Yo pensé: «Riyagueya podía haber hecho esto para la vida, y esta persona tan parecida a él por la cara, hace lo mismo para la muerte».

— Guardó silencio y después dijo —: Ahora me parece extraño, pero entonces estaba convencida de que iba a morir en la Tierra, y al descender de su nave estaba dispuesta a ir directamente a la hoguera. Es una muerte que me causaba horror.

– ¿Por qué a la hoguera?

— Entre nosotros existe esa clase de pena, y leí que en la Tierra también la había.

Después comprendí que incluso Riyagueya se había equivocado; ustedes son mejores que nosotros, su vida es clara y bella, comprendí que yo debía terminar lo que comenzó Riyagueya, que si él lo supiera me habría librado de la palabra empeñada.

— La mirada de Guianeya se detuvo en el reloj que estaba en el rincón de la habitación.

Murátov recordó para siempre que marcaban las diez en punto —. Ya es tarde, ya es hora de ¡terminar nuestra conversación. — Guianeya alargó la mano y cogió su copa. Murátov ni se movió —. Brindo, Víktor, por su patria, por su vida feliz. Un tiempo pensé que ella se convertiría en mi tercera patria.

– ¿Acaso no es así?

— No. Entre ustedes y yo hay un abismo. Es posible que yo no tenga razón y usted sí.

Pero nada puedo hacer conmigo misma. He luchado, Víktor, si no, le hubiera llamado antes. Perdóneme.

La vaga sospecha se convirtió en seguridad. Murátov comprendió perfectamente lo que iba a ocurrir ahora, lo que significaba el vestido dorado de Guianeya.

Saltó del asiento derribando el sillón.

– ¡Deténgase!

Alargó su mano para sujetar la de Guianeya pero tardó una fracción de segundo.

Guianeya había tragado el contenido de la copa.

Epílogo En una terraza llena de plantas, estaban sentados dos hombres a una pequeña mesa.

Uno de ellos era Víktor Murátov.

El otro, mucho más alto de estatura, con un fuerte matiz verdoso en la piel, con unos ojos alargados como si estuvieran entornados, era por todo su aspecto un compatriota de Guianeya. De vez en cuando sus ojos se abrían. Eran enormes, negros y profundos.

La conversación se realizaba en el idioma de Guianeya. Murátov ya lo hablaba con toda soltura.

— Es una pena que hayamos tardado — dijo el hombre de los ojos alargados —. En las naves de nuestra construcción el camino hubiera sido mucho más corto. Claro está, en lo que se refiere al tiempo y no a la distancia.

— Ya no se puede hacer regresar la expedición — dijo Murátov —. Pero usted mismo ha dicho, Viyaya, que se podía adelantarla y presentarse en el planeta antes. Había que ver cómo se asombrarían nuestros camaradas.

Se sonrió al permitirse esta broma, pues no le había abandonado un sentimiento de embarazo.

Los raros ojos de Viyaya se detuvieron en su rostro.

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