Comió de prisa. Cada minuto aumentaba su impaciencia. Quiería con insistencia encontrarse lo antes posible con Guianeya, aclarar la duda más importante: ¡cómo lo trataría? Si los peores temores se confirmaban, éste sería un golpe terrible.
Demasiadas esperanzas habían sido puestas en la renovación de la vieja amistad, muchas e importantes cosas quería saber utilizando la antigua simpatía de Guianeya.
No cabía la menor duda de que Guianeya lo trataba con simpatía. Para esto era suficiente recordar el momento de su separación. Entró entonces para despedirse de ella.
Por medio de señas le explicó que se marchaba. Guianeya fue la primera en tender la mano, lo que antes nunca había hecho. Vio la tristeza reflejada en sus ojos.
Era muy grande el parecido de esta muchacha de otro mundo con las personas terrestres. La diferencia era insignificante. Y no se podían interpretar sus gestos y expresiones de los ojos de otra forma que «como los de la Tierra».
¡Y los innumerables ruegos de Guianeya de que Murátov viniera a visitarla! Esto también hablaba de su simpatía.
La comida fue en exceso abundante. Murátov no había comido nada hoy, pero no pudo comer más que la mitad.
Después de haber apretado el botón que daba la señal para retirar la mesa, salió a la calle.
Había «matado» sólo media hora. Quedaban cuatro y media.
«Voy a Selena — decidió Murátov —. A propósito, nunca he estado allí. Pasearé, veré la ciudad».
Volando se podía estar allí en cinco minutos. Pero con el fin de alargar el tiempo Murátov no subió a una de las numerosas estaciones de comunicaciones aéreas locales que estaban cerca, y eligió el transporte más lento: un vechebús urbano.
Pronto tuvo que lamentar su decisión. La máquina se detenía con una frecuencia insoportable, entraban y salían los pasajeros. Como regla, el vechebús urbano se utilizaba sólo para cortas distancias y Murátov tuvo que atravesar toda la ciudad que se extendía a muchas decenas de kilómetros, pasar la vasta región entre Poltava y Selena, llena de fábricas automáticas, y sólo entonces se encontraría en el lugar a donde se dirigía, pero en su rincón más apartado.
– ¿Cuánto se tarda en llegar al cohetódromo? — preguntó Murátov.
— Hora y media — le respondió la voz metálica del conductor automático.
Dio un suspiro de resignación y se arrellanó en el blando sillón.
Varias personas miraron con asombro a Murátov.
¡Que se asombren de su tontería! Ellas no pueden comprender que se encuentra en la absurda situación de la persona que no sabe en qué emplear el tiempo. Esto era la primera vez que le ocurría en la vida.
Por fin Poltava quedó atrás. Se extendían interminablemente los edificios uniformes de las fábricas. Ni un matorral verde, ni macizos de flores, nada en que pudiera detenerse la vista. Muros ciegos, sin ventanas.
Aquí no era necesaria la belleza: ¡no había personas!
2
Las personas, que se consagran al estudio de los problemas lingüísticos, corrientemente pertenecen al tipo de científicos de gabinete. Marina Murátova era la exclusión de esta regla. Poseía unas grandes dotes para la lingüística, admirable memoria, dominaba bien ocho idiomas y era aficionada al trabajo científico. Pero le gustaban también muchas otras cosas. La pintura, la música y el deporte no ocupaban el último lugar en su vida. El amor a los viajes, su paciencia y sociabilidad jugaron un papel destacado para que recayera en ella la elección del consejo científico del Instituto de cosmonáutica que buscaba una amiga para Guianeya.
Marina dio su conformidad inmediatamente. Le atraía la tarea extraordinaria y difícil.
Sabía que para mucho tiempo, probablemente para años, estaría alejada de los asuntos habituales, pero esto no la asustaba. Conocer otro idioma que no tenía nada de común con los terrestres (según ella pensaba), o enseñar a la huésped del cosmos el idioma terrestre, estar próxima a un ser extraño a la tierra que había nacido y crecido en otro planeta, bajo la luz de otro sol, todo esto era muy atrayente para su romanticismo.
Marina no era vanidosa, y no influyó en su decisión el hecho de que siendo amiga de Guianeya atraería hacia sí la atención de todos los habitantes de la Tierra. Esto ni le pasó por la imaginación.
A Marina le interesaban en último lugar los secretos de Guianeya, los numerosos enigmas que tenían relación con ella. Estaba convencida de que todos los secretos se descubrirían ellos mismos en cuanto se adaptara a la Tierra, se acostumbrara a las personas y tuviera la posibilidad de hablar libremente con ellas.
Y precisamente comprendió que su tarea era esa: ayudar a la huésped a adaptarse.
A nadie le cupo la menor duda de que Guianeya prestaría una ayuda efectiva a los hombres de la Tierra. No podía obrar de otra forma una persona que llegara a un planeta ajeno.
Pero no resultó así.
Pasó no mucho tiempo y para todos quedó claro que la tarea no era tan sencilla.
Guianeya se negó a estudiar el idioma de la Tierra y no manifestó ningún deseo de enseñar a Marina el suyo.