Sentado a la pequeña mesa donde ha escrito la Historia del Cerco de Lisboa, mirando la última página, a la espera de la palabra providencial que por atracción o choque reactivará el flujo interrumpido, Raimundo Silva debería decirse a sí mismo, como María Sara en las Escadinhas de S. Crispim ayer por la noche, Vamos, pero ahora en un tono diferente, como orden imperativa, Vamos, escribe, avanza, desarrolla, abrevia, comenta, remata, sin ninguna semejanza con la modulación suave de aquel otro Vamos, que, no perdurando en el espacio, continuó resonando dentro de ellos como un eco sucesivamente amplificado, paso a paso, hasta transformarse en un canto glorioso cuando la cama se abrió otra vez para recibirlos. El recuerdo de la noche magnífica distrae a Raimundo Silva, la sorpresa de despertar por la mañana y ver y sentir un cuerpo desnudo a su lado, el placer inexpresable de tocarlo, aquí, allí, suavemente, como si todo él fuese una rosa, decir para sí, Despacio, no la despiertes, deja que te conozca, rosa, cuerpo, flor, después la urgencia de las manos, la caricia prolongada e insistente, hasta que María Sara abre los ojos y sonríe, dijeron al mismo tiempo, Amor mío, y se abrazaron. Raimundo Silva busca la palabra, en otra ocasión podrían servir estas mismas, Amor mío, pero es dudoso que Mogueime y Ouroana sepan decirlas alguna vez, aparte de que, en el punto en que estamos, esos dos ni siquiera se han encontrado, cómo van a declarar tan abruptamente sentimientos cuya expresión parece fuera de su alcance.