– ¡Feliz cumpleaños, Billy! – exclamó al verlo -. Tenía que venir a darte un beso antes de que bajaras al pozo.
Ethel tenía dieciocho años y, a diferencia de lo que le ocurría con su madre, a Billy no le costaba ningún esfuerzo ver lo guapa que era. Tenía el pelo de color rojo caoba, ensortijado, y los ojos negros centelleaban con un brillo pícaro. Tal vez su madre hubiese tenido aquel aspecto alguna vez, hacía mucho tiempo. Ethel llevaba el sencillo vestido negro y la cofia blanca de algodón que caracterizaba a las doncellas, un uniforme que le sentaba francamente bien.
Billy adoraba a su hermana. Además de hermosa, era divertida, lista y valiente, y a veces hasta le plantaba cara a su padre. Le explicaba a Billy cosas que ninguna otra persona era capaz de contarle, como lo de ese trance mensual al que las mujeres llamaban el «período», o en qué consistía ese delito contra la moral pública que había obligado al párroco anglicano a abandonar la ciudad con tanta precipitación. Había sido la primera de la clase durante su paso por la escuela, y su redacción sobre el tema «Mi ciudad o pueblo» ganó el primer premio en un concurso organizado por el South Wales Echo. La habían obsequiado con un ejemplar del Atlas Mundial de Cassell.
Ethel besó a Billy en la mejilla.
– Le he dicho a la señora Jevons, el ama de llaves, que nos estábamos quedando sin betún y que lo mejor sería que fuese a comprarlo a la ciudad. – Ethel vivía y trabajaba en Ty Gwyn, la mansión inmensa del conde Fitzherbert, a un kilómetro y medio colina arriba. Le dio a Billy algo envuelto en un trapo limpio -. He birlado un trozo de tarta para traértelo.
– ¡Muchas gracias, Eth! – exclamó Billy. Le encantaban las tartas.
– ¿Quieres que te la ponga con el almuerzo? – preguntó su madre.
– Sí, por favor.
La madre sacó una caja de hojalata de la alacena y guardó en ella la tarta. Cortó dos rebanadas más de pan, las untó de manteca, añadió sal y las metió en la caja. Todos los mineros se llevaban el almuerzo en una caja de hojalata, porque si bajaban la comida a la mina envuelta en un trapo, los ratones habrían dado buena cuenta de ella antes del receso de media mañana.
– Cuando me traigas el primer salario, podrás llevarte una loncha de tocino hervido en la caja del almuerzo.
Al principio, el sueldo de Billy no iba a ser gran cosa, pero a pesar de ello para su familia sí supondría una gran diferencia. Se preguntó con cuánto dinero le dejaría quedarse su madre para sus gastos, y si podría ahorrar suficiente para comprarse esa bicicleta que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo.
Ethel se sentó a la mesa y su padre le preguntó:
– ¿Cómo van las cosas en la casa grande?
– Todo bien, sin novedades – contestó ella -. El conde y la princesa están en Londres, para la coronación. – Consultó el reloj de la repisa de la chimenea -. Se levantarán pronto, tienen que estar en la abadía muy temprano. A ella no le va a hacer ninguna gracia, claro, porque no está acostumbrada a madrugar, pero no puede presentarse tarde ante el mismísimo rey. – La esposa del conde, Bea, era una princesa rusa de ilustre cuna.
– Querrán sentarse delante, para poder ver mejor el espectáculo – dijo el padre.
– No, no… no puedes sentarte donde tú quieras – aclaró Ethel -. Han encargado la fabricación especial de seis mil sillas de madera de caoba con los nombres de los invitados en letras doradas en el respaldo.
– ¡Pues menudo derroche! – exclamó el abuelo -. ¿Y qué piensan hacer con ellas luego, eh?
– No lo sé, a lo mejor se las llevan a casa como recuerdo.
– Diles que nos manden alguna que les sobre – dijo el padre con sequedad -. Aquí solo somos cinco, y tu pobre madre tiene que quedarse de pie.
Cuando el padre de Billy se ponía sarcástico, casi siempre significaba que, en el fondo, estaba realmente enfadado. Ethel se puso en pie de un salto.
– Lo siento, mamá, no me había dado cuenta…
– Quédate dónde estás, estoy demasiado ocupada para sentarme – repuso su madre.
El reloj dio las cinco.
– Billy, hijo mío, más vale estar allí pronto – dijo el padre -. Será mejor que te pongas en marcha.
Billy se levantó de mala gana y recogió su almuerzo.
Ethel lo besó de nuevo y el abuelo le estrechó la mano. Su padre le tendió dos clavos de quince centímetros, oxidados y un poco torcidos.
– Guárdatelos en el bolsillo de los pantalones.
– ¿Para qué son? – quiso saber el muchacho.
– Ya lo verás – le contestó el padre, sonriendo.
La madre le dio a Billy una botella de litro con tapón de rosca, llena de té frío con leche y azúcar, y le dijo:
– Bueno, Billy, no olvides que Jesús está siempre contigo, incluso abajo en la mina.
– Sí, mamá.
Vio una lágrima en los ojos de su madre y se volvió rápidamente, porque a él también le entraban ganas de llorar. Tomó su gorra del colgador.
– Hasta luego, entonces – dijo, como si solo fuera a la escuela, y salió por la puerta principal.