Rhys Price apareció al cabo de un minuto. Como todos los ayudantes del capataz, llevaba un sombrero de ala pequeña y abarquillada al que llamaban sombrero hongo, más caro que una gorra de minero pero más barato que un bombín. En los bolsillos del chaleco guardaba una libreta y un lápiz, y sostenía una regla de medir. Price lucía barba de dos días y tenía los dientes mellados. Billy sabía que gozaba de fama de listo pero también de ladino.
– Buenos días, señor Price – dijo Billy.
Price parecía suspicaz.
– ¿Se puede saber qué es lo que estás tramando con eso de darme los buenos días, Billy Doble?
– El señor Morgan ha dicho que bajaríamos con usted a la mina.
– ¿Conque eso ha dicho, eh? – Price tenía la curiosa costumbre de lanzar miradas bruscas a diestro y siniestro, y a veces incluso a su espalda, como si esperase que, en cualquier momento, fueran a lloverle los problemas desde todos los lados -. Eso ya lo veremos. – Miró al cabrestante, como si buscase allí una explicación -. No tengo tiempo para andar con mocosos. – Entró en las dependencias de la oficina.
– Espero que encuentren a otro que nos lleve abajo… – comentó Billy -. Porque ese odia a mi familia desde que mi hermana lo rechazó.
– Tu hermana se cree demasiado buena para los hombres de Aberowen – dijo Tommy, y era evidente que repetía en voz alta algo que había oído antes.
– Es que lo es, es demasiado buena para ellos – sentenció Billy, categórico.
Price salió de la oficina.
– Está bien, venid conmigo. – Y echó a andar con paso decidido.
Los muchachos lo siguieron al interior de la lamparería. El lamparero le dio a Billy una brillante lámpara de seguridad de latón y él se la enganchó al cinturón, tal como hacían los demás hombres.
Había aprendido mucho acerca de las lámparas de mineros en la escuela. Entre los peligros de la explotación del carbón se hallaba el metano, el gas inflamable que se filtraba por las vetas de carbón. Los hombres lo llamaban grisú, y era la causa de todas las explosiones subterráneas. Las minas galesas eran especialmente famosas por el alto contenido en gas de sus galerías. La lámpara había sido diseñada de manera muy ingeniosa para que la llama no prendiese el grisú, sino que al entrar en contacto con el gas, la llama cambiaba de forma y se alargaba, sirviendo de este modo de aviso, pues el grisú no desprendía ningún olor.
Si la lámpara se apagaba, el minero no podía volver a encenderla. Estaba prohibido llevar cerillas a la mina, y la lámpara estaba cerrada con llave como medida disuasoria para que nadie contraviniese la norma. Una lámpara apagada debía llevarse a un punto de encendido, normalmente al fondo de la mina, cerca del tiro. Para ello a veces era necesario recorrer a pie más de un kilómetro y medio, pero merecía la pena con tal de evitar el riesgo de una explosión subterránea.
A los muchachos les habían enseñado en la escuela que las lámparas eran una de las maneras que tenían los patronos y propietarios de las minas de mostrar su preocupación por el bienestar y la seguridad de sus trabajadores. «Como si evitar las explosiones – había dicho el padre de Billy – no fuese a beneficiar al patrón, que así no tiene que interrumpir el trabajo en la mina ni reparar los daños en los túneles.»
Tras recoger sus lámparas, los hombres hicieron cola para subir a la jaula. Hábilmente colocado junto a la cola, había un tablón de anuncios en el que unos letreros escritos a mano o impresos de forma más o menos rudimentaria anunciaban partidos de críquet, un campeonato de dardos, el extravío de una navaja, un recital del Coro Masculino de Aberowen y una charla sobre la teoría del materialismo histórico de Karl Marx en la Biblioteca Libre. Sin embargo, los ayudantes del capataz no tenían que hacer cola, así que Price se abrió paso hasta la parte delantera, seguido de los chicos.
Como la mayoría de las minas, Aberowen contaba con dos pozos verticales con ventiladores para que el aire descendiera por uno y subiera por el otro, estableciendo así el circuito de ventilación adecuado. Los propietarios solían bautizar los pozos a su antojo, y los caprichosos nombres de aquellos dos eran Píramo y Tisbe. Aquel, Píramo, era el pozo ascendente, y Billy percibió la corriente de aire cálido que subía por él.