Читаем La Caída De Los Gigantes полностью

La jaula se detuvo, la reja se abrió y Billy y Tommy salieron con paso tembloroso al corazón de la mina.

Allí reinaba la oscuridad. Las lámparas de los mineros emitían menos luz que las lámparas de parafina que había en las paredes de su casa, y a su alrededor todo estaba oscuro como una noche sin luna. A lo mejor es que no hacía falta ver bien para sacar carbón, razonó Billy. Cruzó un charco y, al oír el ruido de la salpicadura, bajó la vista y vio agua y barro por todas partes, reluciendo bajo el débil reflejo de las llamas de las lámparas. Notó un sabor raro en la boca: a causa del polvo del carbón, el aire era muy espeso. ¿Cómo era posible que los hombres pudiesen pasar todo el día respirando aquello? Seguramente, por eso los mineros estaban siempre tosiendo y escupiendo.

Había cuatro hombres esperando para entrar en la jaula y subir a la superficie. Cada uno de ellos llevaba un maletín de cuero, y Billy se dio cuenta de que eran bomberos. Todas las mañanas, antes de que los mineros empezasen la jornada, los bomberos inspeccionaban las galerías para detectar los niveles de gas. Si la concentración de metano alcanzaba niveles inaceptables, ordenaban a los hombres que no trabajaran hasta que los mecanismos de ventilación hubiesen despejado el ambiente.

Justo a su lado, Billy vio una hilera de cajones para ponis y una puerta abierta que daba a una sala bien iluminada con un escritorio, seguramente una oficina para los ayudantes del capataz. Los hombres se dispersaron, adentrándose en cuatro túneles distintos que tenían su origen en el fondo del pozo. Los túneles se llamaban galerías y conducían a las secciones de la mina de donde se obtenía el carbón.

Price los llevó a un cobertizo y abrió un candado. Se trataba de un almacén de herramientas. Escogió dos palas, se las entregó a los chicos y volvió a cerrar el cobertizo.

Se dirigieron a los establos. Un hombre vestido únicamente con unos pantalones cortos y unas botas extraía con una pala la paja sucia de una de las cuadras y la cargaba en una vagoneta de carbón. El sudor le resbalaba por la musculosa espalda. Price se dirigió a él:

– ¿Quieres un muchacho que te ayude?

El hombre se volvió y Billy reconoció a Dai Ponis, uno de los miembros del consejo de la Iglesia de Bethesda. Dai no dio muestras de haber reconocido a Billy.

– No quiero al esmirriado – dijo.

– Muy bien – aceptó Price -. El otro es Tommy Griffiths. Quédate con él.

Tommy parecía complacido. Había cumplido su deseo: a pesar de que solo se iba a ocupar de limpiar la bosta, iba a trabajar en los establos.

– Vamos, Billy Doble – dijo Price, y enfiló hacia una de las galerías.

Billy se echó la pala al hombro y lo siguió. Se sentía más inquieto ahora que Tommy ya no iba con él, y pensó que ojalá lo hubiesen enviado a limpiar la boñiga de los establos, como a su amigo.

– ¿Qué voy a hacer yo, señor Price? – inquirió.

– ¿A ti qué te parece? – espetó Price -. ¿Para qué cojones crees que te he dado esa puñetera pala?

Billy se quedó de piedra al oír cómo hablaba aquel hombre, haciendo uso de todas las palabras que estaban prohibidas en su casa. No tenía ni idea de lo que iba a hacer con aquella pala, pero optó por no preguntar nada más.

El túnel tenía forma redonda, y el techo estaba apuntalado con refuerzos semicirculares de acero. Una cañería de unos cinco centímetros de ancho recorría la parte superior, seguramente para transportar el agua. Todas las noches aquellos aspersores rociaban las galerías con agua para tratar de reducir la cantidad de polvo, no solo por el riesgo que suponía para la salud y los pulmones de los hombres – porque si fuera solo eso, a Celtic Minerals le traería sin cuidado -, sino porque constituía un peligro de incendio. Sin embargo, el sistema de aspersores no era el más adecuado. El padre de Billy había insistido en que se requería una cañería de quince centímetros de diámetro, pero Perceval Jones se había negado a invertir ese dinero.

Después de recorrer casi medio kilómetro, doblaron hacia un ramal secundario que ascendía cuesta arriba. Se trataba de un pasadizo más viejo y pequeño, con travesaños de madera en lugar de puntales de acero. Price tenía que agachar la cabeza cada vez que el techo se combaba. A intervalos de unos treinta metros pasaban por las entradas de los lugares donde los mineros ya estaban extrayendo el carbón.

Billy oyó una especie de murmullo cada vez más intenso.

– A la alcantarilla – dijo Price.

– ¿Qué? – Billy miró al suelo.

Una alcantarilla era algo que formaba parte de los pavimentos de las ciudades, y allí en el suelo el chico no veía nada más que las vías de ferrocarril por las que circulaban las vagonetas. Levantó la vista y vio un poni que se dirigía directamente hacia él, trotando a toda velocidad por las traviesas y arrastrando tras de sí un tren de vagonetas.

– ¡A la alcantarilla! – gritó Price.

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