Se levantó y se metió rápidamente el último mendrugo de pan en la boca. Bebió un poco más de té y luego se comió la tarta. Estaba deliciosa, llena de fruta seca y almendras, pero una rata se le encaramó a la pierna y se vio obligado a engullir la tarta a toda prisa.
Fue como si supieran que ya no quedaba comida, porque los chillidos fueron cesando poco a poco hasta desaparecer del todo.
La ingesta de comida le dio a Billy energías renovadas para un rato y se puso a trabajar de nuevo, pero sentía un dolor punzante en la espalda. Siguió trabajando, esta vez más despacio, deteniéndose a descansar con frecuencia. Para animarse, se dijo que debía de ser más tarde de lo que él creía, puede que hasta fuese ya mediodía. Alguien iría por él al final del turno. El lamparero siempre comprobaba los números, así que sabría si algún hombre no había regresado aún. Sin embargo, Price se había llevado la lámpara de Billy y la había sustituido por otra distinta. ¿Es que acaso pensaba dejarlo allí toda la noche?
Eso no podía ser. Su padre se subiría por las paredes y removería cielo y tierra hasta dar con él. Los jefes tenían miedo de su padre, Perceval Jones prácticamente lo había admitido. Tarde o temprano, sin duda alguien iría a buscar a Billy. Pero cuando volvió a sentir los retortijones del hambre, se dio cuenta de que debían de haber pasado muchas horas. Empezó a asustarse de verdad, y esta vez le era imposible sacudirse el miedo de encima. Era la oscuridad lo que lo ponía más nervioso. Habría podido soportar la espera si hubiera podido ver, pero sumido en aquellas tinieblas, era como si estuviese perdiendo el juicio. Carecía de sentido de la orientación, y cada vez que volvía sobre sus pasos desde la vagoneta se preguntaba si no estaría a punto de chocarse contra el lateral del túnel. Antes le preocupaba echarse a llorar como un niño, pero ahora le estaba costando horrores reprimir los gritos.
Entonces se acordó de las palabras de su madre: «No olvides que Jesús está siempre contigo, incluso abajo en la mina». Cuando se lo dijo creyó que solo lo hacía para que se portase bien, pero en ese momento comprendió que su madre había querido decir algo más. Por supuesto que Jesús estaba con él: Jesús estaba en todas partes. La oscuridad no importaba, ni el paso del tiempo. Billy tenía a alguien a su lado que cuidaba de él y lo protegía.
Para recordarlo más intensamente, empezó a cantar un himno. No le gustaba su voz, que seguía siendo muy aguda, pero no había nadie allí para oírlo, así que se puso a cantar a pleno pulmón. Cuando cantó todas las estrofas y advirtió que la sensación de miedo volvía a apoderarse de él, se imaginó a Jesús justo al otro lado de la vagoneta, observándolo, con un gesto de profunda compasión en su semblante de barba poblada.
El muchacho entonó un nuevo himno y empezó a mover la pala y a caminar siguiendo el compás de la música. La mayoría de los himnos tenían ritmo. De vez en cuando le asaltaba de nuevo el temor de que se hubieran olvidado de él, de que hubiese acabado el turno y él se hubiera quedado solo allí abajo, y entonces volvía a recordar a la figura vestida con una túnica larga que lo acompañaba en la oscuridad.
Se sabía muchísimos himnos. Llevaba acudiendo al templo de la Iglesia de Bethesda tres veces todos los domingos, desde que era lo bastante mayor para permanecer sentado sin hacer ruido. Los libros de himnos eran muy caros y no toda la congregación sabía leer, por lo que todo el mundo se aprendía la letra de memoria.
Cuando hubo cantado doce himnos, calculó que debía de haber pasado una hora. Aquello seguro que era el final del turno, ¿no? Pero se dispuso a cantar otros doce más. Después de eso, le resultó difícil seguir la cuenta. Cantó sus himnos favoritos dos veces, y siguió trabajando, cada vez más despacio.
Estaba cantando La tumba lo encerró a voz en grito cuando vio una luz. La tarea se había hecho ya tan automática que ni siquiera se detuvo, sino que recogió una nueva palada y la llevó a la vagoneta, sin dejar de cantar, hasta que la luz se hizo más intensa. Cuando terminó de cantar el himno, se apoyó en la pala. Rhys Price estaba observándolo, con la lámpara colgada del cinto, con una expresión extraña en su rostro entre las sombras.
Billy no quiso exteriorizar su alivio: no pensaba darle a Price el gusto de ver cómo se había sentido. Se puso la camisa y los pantalones, descolgó la lámpara apagada del clavo y se la enganchó al cinturón.
– ¿Qué le ha pasado a tu lámpara? – le preguntó Price.
– Ya sabe lo que le ha pasado – contestó Billy, con un tono de voz que sonó asombrosamente adulto.
Price le dio la espalda y echó a andar por el túnel.
Billy vaciló unos instantes. Miró en la dirección contraria; justo al otro lado de la vagoneta vio un rostro barbudo y una túnica de color claro, pero la figura se desvaneció como un fantasma.
– Gracias – dijo Billy al túnel vacío.