Читаем La Caída De Los Gigantes полностью

Una vez en el vestidor, Fitz se despojó de su ropa de viaje y se puso un traje de tweed marrón claro. A continuación, atravesó la puerta que comunicaba con los aposentos de Bea.

La sirvienta rusa, Nina, estaba quitando los alfileres del elaborado sombrero que su señora se había puesto para el viaje. Fitz vio el rostro de Bea reflejado en el espejo del tocador y se le aceleró el corazón. Retrocedió cuatro años en el tiempo, hasta el salón de baile de San Petersburgo donde había visto por primera vez aquel rostro de belleza deslumbrante, rodeado por una cascada de tirabuzones rubios imposibles de domeñar. En aquel lejano día, al igual que en esos momentos, su cara mostraba un mohín enfurruñado que a él le resultaba extrañamente atractivo. No le costó más que un instante decidir que era ella, de entre todas las mujeres, a la que quería convertir en su esposa.

Nina era una mujer de mediana edad y, en esos instantes, le temblaba el pulso. Bea ponía nerviosas a sus doncellas a menudo. Mientras Fitz la miraba, uno de los alfileres se clavó en el cuero cabelludo de su mujer, quien soltó un chillido. Nina palideció.

– ¡Lo siento muchísimo, su alteza! – se disculpó en ruso.

Bea cogió un alfiler de la superficie del tocador.

– ¡A ver si te gusta! – exclamó y pinchó a la sirvienta en el brazo.

Nina rompió a llorar y salió corriendo de la habitación.

– Deja que te ayude – le dijo Fitz a su esposa en tono apaciguador. Sin embargo, ella no pensaba calmarse.

– Lo haré yo sola.

Fitz se aproximó a la ventana. Abajo, había un ejército de jardineros podando los setos, cortando el césped y rastrillando la gravilla. Había varios arbustos en flor: viburnos de invierno, jazmines amarillos, hamamelis y fragante madreselva. Al otro lado del jardín se divisaba la suave ondulación verde de la ladera de la montaña.

Tenía que ser paciente con Bea y no olvidar que era extranjera, que estaba aislada en un país extraño, lejos de su familia y de todo aquello que le proporcionaba seguridad. Había sido fácil en los primeros meses de su matrimonio, cuando él aún estaba embriagado por su belleza física, por su olor y por el tacto de su piel suave. Ahora le costaba cierto esfuerzo.

– ¿Por qué no descansas? – sugirió -. Yo iré a hablar con Peel y la señora Jevons y veré cómo marchan los preparativos. – Peel era el mayordomo y la señora Jevons el ama de llaves. En teoría, era Bea la encargada de organizar al personal, pero Fitz estaba lo suficientemente nervioso con la visita del rey como para no desperdiciar la ocasión de participar más activamente en los planes -. Ya te informaré más tarde, cuando estés descansada. – Extrajo su cigarrera.

– No fumes aquí dentro – lo reconvino ella.

Él lo interpretó como un consentimiento y se dirigió a la puerta. Deteniéndose de camino, dijo:

– Escucha, ¿no irás a comportarte así delante del rey y la reina, verdad? Me refiero a lo de maltratar al servicio.

– Yo no la he maltratado, le he clavado una aguja para que aprenda.

Los rusos hacían esa clase de cosas. Cuando el padre de Fitz se quejó de la desidia de los sirvientes de la embajada británica en San Petersburgo, sus amigos rusos le contestaron que era porque no les azotaba lo suficiente.

– Sería un poco embarazoso para el rey tener que presenciar algo semejante – le dijo Fitz a Bea -. Como ya te he dicho en anteriores ocasiones, eso no se hace en Inglaterra.

– Cuando era niña, me obligaron a presenciar cómo ahorcaban a tres campesinos – respondió ella -. A mi madre no le gustaba la idea, pero mi abuelo insistió. Me dijo: «Así aprenderás a castigar a tus sirvientes. Si no les azotas o les pegas por pequeñas faltas como haber cometido algún descuido sin importancia o por ser perezosos, al final acabarán cometiendo fechorías mucho más graves y terminarán en el patíbulo». Él me enseñó que la indulgencia con las clases inferiores, a la postre, es mucho más cruel.

Fitz empezaba a perder la paciencia con su esposa. Bea rememoraba una infancia rodeada de lujos y riquezas inmensas, con una legión de sirvientes fieles y obedientes y hordas de campesinos felices. Si su abuelo, un hombre implacable y extremadamente competente, no hubiese muerto, puede que esa vida hubiese seguido siendo así; sin embargo, entre el padre de Bea, un borracho empedernido, y el hermano estúpido de esta, quien se dedicaba a vender la madera sin antes replantar el bosque, habían conseguido dilapidar la totalidad de la fortuna familiar.

– Los tiempos han cambiado – le explicó Fitz -. Te estoy pidiendo… mejor dicho, te ordeno, que no me dejes en mal lugar delante de mi rey. Espero haberme expresado con suficiente claridad. – Y dicho esto, salió y cerró la puerta.

Echó a andar por el amplio pasillo, irritado y un poco triste. Poco después de casarse, aquella clase de rifirrafes lo dejaban desconcertado y abatido, pero últimamente se estaba acostumbrando. ¿Ocurría lo mismo en todos los matrimonios? No lo sabía.

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