Читаем La Caída De Los Gigantes полностью

Billy seguía sin entender qué era lo que se suponía que debía hacer, pero se dio cuenta de que el túnel apenas era unos pocos centímetros más ancho que los vagones, y que estos estaban a punto de embestirlo y aplastarlo. A continuación, Price pareció meterse dentro de uno de los hastiales y desaparecer.

Billy soltó la pala, se volvió y echó a correr por donde había venido. Intentó sacarle ventaja al poni, pero el animal avanzaba a una velocidad asombrosa. En ese momento vio un nicho en la pared de roca y recordó que había visto esa misma clase de huecos, sin prestarles demasiada atención, cada veinte metros más o menos. Eso debía de ser lo que Price había querido decir con lo de «alcantarillas», de modo que se arrojó al interior del nicho y el tren pasó por su lado a toda velocidad.

Cuando hubo desaparecido, Billy salió del agujero con la respiración entrecortada.

Price fingió estar enfadado, pero sonreía.

– Tendrás que estar más alerta la próxima vez – le dijo -. O acabarás muerto aquí abajo… como tu hermano.

Billy descubrió que a la mayoría de los hombres les gustaba ridiculizar y burlarse de la ignorancia de los muchachos más jóvenes, y decidió no hacer lo mismo cuando fuese mayor.

Recogió la pala del suelo. Estaba intacta.

– Por suerte para ti – señaló Price -. Si alguna vagoneta la hubiera roto, te tocaría pagar una nueva.

Siguieron andando y no tardaron en entrar en un filón agotado y completamente desierto. Había menos agua en el suelo, que estaba cubierto por una gruesa capa de polvo de carbón. Doblaron varias veces a derecha e izquierda y Billy perdió el sentido de la orientación. Llegaron a un lugar en el que el túnel estaba bloqueado por una vieja vagoneta mugrienta.

– Hay que limpiar este sitio – dijo Price. Era la primera vez que se molestaba en explicarle algo, y Billy tuvo la sensación de que le estaba mintiendo -. Tu tarea consiste en meter toda la porquería en la vagoneta con la pala.

Billy miró a su alrededor. El polvo medía casi dos palmos de espesor hasta donde su lámpara alcanzaba a iluminar, y supuso que aún se extendía mucho más lejos. Podía pasarse una semana entera quitando aquel polvo con la pala sin que se notase ninguna diferencia. Además, ¿qué utilidad podía tener aquello? El filón estaba agotado. Sin embargo, optó por no hacer preguntas. Seguramente se trataba de alguna especie de prueba.

– Regresaré dentro de un rato a ver cómo te va – dijo Price, y volvió sobre sus pasos antes de dejar a Billy a solas.

El muchacho no se esperaba aquello. Había dado por supuesto que trabajaría al lado de los mineros expertos y aprendería de ellos, pero solo podía hacer lo que le habían ordenado.

Desenganchó la lámpara del cinturón y buscó alrededor algún lugar donde ponerla. No había ningún saliente donde poder colocarla, así que la dejó en el suelo, pero allí no le servía de nada. Entonces se acordó de los clavos que le había dado su padre. Conque servían para eso… Se sacó uno del bolsillo y, empleando la plancha de su pala, lo clavó en uno de los travesaños de madera y luego colgó la lámpara. Así estaba mucho mejor.

La vagoneta tenía la altura del pecho de un hombre adulto, pero a Billy le llegaba a la altura de los hombros, y en cuanto se puso manos a la obra, descubrió que la mitad del polvo se escurría de la pala antes de que pudiese arrojarlo por el borde del vagón. Ideó un método para evitarlo haciendo girar la plancha, pero al cabo de unos minutos estaba completamente empapado en sudor y descubrió para qué era el segundo clavo: lo clavó en otro travesaño y colgó de él la camisa y los pantalones.

Al cabo de un rato le asaltó la sensación de que había alguien observándolo. Por el rabillo del ojo, vio una figura tenue inmóvil como una estatua.

– ¡Ay, Dios! – exclamó, y se volvió para verla de frente.

Era Price.

– Se me ha olvidado examinar tu lámpara – dijo. Descolgó la lámpara de Billy del clavo y la manipuló -. No tiene buena pinta – afirmó -. Te dejaré la mía. – Colgó la otra lámpara y desapareció.

Aquel individuo le ponía los pelos de punta, pero al menos parecía velar por la seguridad de Billy.

El chico se puso manos a la obra de nuevo. Al poco, empezaron a dolerle las piernas y los brazos. Estaba acostumbrado a trabajar con la pala, se dijo: su padre tenía un cochino en la escombrera que había detrás de su casa y, una vez a la semana, Billy se encargaba de limpiar la pocilga. Pero para eso solo tardaba un cuarto de hora. ¿Podría aguantar así todo el día?

Bajo la capa de polvo, el suelo era de roca y arcilla. Al cabo de un rato, ya había despejado un área de poco menos de medio metro cuadrado, la anchura del túnel. Los desechos apenas si cubrían el fondo de la vagoneta, pero él ya estaba exhausto.

Intentó empujar la vagoneta hacia delante para no tener que caminar tanto trecho con la pala llena, pero las ruedas parecían trabadas por el desuso.

No tenía reloj, y era difícil calcular cuánto tiempo habría pasado. Empezó a trabajar más despacio, tratando de ahorrar energías.

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