Arrugó la nota, la tiró junto a una rueda pinchada -pobre Corolla, parecía casi tan hecho polvo y triste como ella- y recorrió el camino hasta el buzón, donde se detuvo unos instantes. Sintió el metal caliente en contacto con la mano y los rayos de sol en la nuca. Apenas había un soplo de brisa. Se suponía que octubre era un mes fresco y vigorizante.
Motton Road se extendía ante ella desierta y sin encanto. A un kilómetro y medio a su izquierda empezaban las bonitas y nuevas casas de Eastchester, a las que regresaban al final del día los padres trabajadores y las madres trabajadoras de clase alta de Mills tras finalizar su jornada laboral en las tiendas, las oficinas y los bancos de Lewiston-Auburn. A la derecha se extendía el centro de Chester's Mills. Y también se encontraba el centro de salud.
– ¿Estás listo, Little Walter?
El bebé no respondió. Estaba roncando en el hombro de su madre y babeando sobre su camiseta de Donna the Buffalo. Sammy respiró hondo, intentó no hacer caso de las punzadas que sentía en el bajo vientre, agarró la mochila portabebés y echó a caminar en dirección al pueblo.
Al principio, cuando la sirena del ayuntamiento empezó a emitir los breves pitidos que anunciaban la propagación de un incendio, Sammy creyó que todo era fruto de su imaginación, lo cual era muy extraño. Entonces vio el humo, pero estaba lejos, hacia el oeste. Nada que pudiera afectarla a ella y a Little Walter… A menos que apareciera alguien que quisiera ir a echar un vistazo al incendio, claro. Si ocurría eso, era más que probable que la persona en cuestión fuera lo bastante amable como para acercarla al centro de salud, de camino al emocionante incendio.
Sammy se puso a cantar la canción de James McMurtry que tanto éxito había cosechado durante el verano, llegó hasta «
Miró por encima del hombro con la esperanza de que apareciera algún coche. Pero no había ninguno. La carretera que llevaba a Eastchester estaba desierta; el asfalto no estaba tan caliente como para resplandecer.
Regresó al lado de la carretera que creía que era el suyo, tambaleándose, con piernas temblorosas.
– No pasa nada, Little Walter -dijo-. El doctor Haskell nos curará a los dos. Todo va a ir bien. Como la seda. Como…
Entonces floreció una rosa negra ante sus ojos y sus últimas fuerzas abandonaron sus piernas. Sammy sintió que la dejaban, que salían de sus músculos como si fueran agua. Y cayó al suelo tras un último pensamiento:
Lo logró. Se quedó tirada de costado en el arcén de Motton Road, inmóvil bajo un sol y una calima más propios del mes de julio. Little Walter se despertó y empezó a llorar. Intentó salir de la mochila pero no pudo; Sammy lo había sujetado con mucho cuidado y estaba inmovilizado. Lloró con más fuerza. Una mosca se posó en su cabeza, probó la deliciosa sangre que rezumaba entre las imágenes de dibujos animados de Bob Esponja y Patrick, y se fue volando. Posiblemente para informar de aquel banquete en el cuartel general de las moscas y pedir refuerzos.
Las cigarras chimaban en la hierba.
Sonó la sirena del pueblo.
Little Walter, atrapado con su madre inconsciente, lloró un rato más bajo el calor, luego calló y permaneció en silencio, mirando a su alrededor con apatía, mientras los goterones de sudor le corrían por el pelo.
6