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Big Jim lo miró como si no supiera muy bien dónde estaba ni quién era. Entonces su mirada se aclaró un poco.

– ¿Grinnell?

Carter señaló el cuerpo de la mujer, tendido en el pasillo central, y el charco creciente que se extendía bajo su cabeza, a juego con su vestido.

– De acuerdo, bien -dijo Big Jim-. Salgamos de aquí. Bajemos. Tú también, Peter. Levanta. -Y al ver que Randolph seguía sentado y mirando a la muchedumbre enloquecida, Big Jim le dio una patada en la espinilla-. ¡Que te muevas!

En aquel pandemónium, nadie oyó los tiros del edificio de al lado.

25

Barbie y Rusty se miraron.

– Joder, ¿qué está pasando ahí? -preguntó Rusty.

– No lo sé -dijo Barbie-, pero nada bueno. Se oyeron más disparos en el ayuntamiento, y después otro mucho más cerca: en el piso de arriba. Barbie esperó que fuera de los suyos… Y luego oyó gritar a alguien:

– ¡No, Junior! ¿Te has vuelto loco? ¡Wardlaw, cúbreme!

Siguieron más disparos. Cuatro, tal vez cinco.

– Mierda -dijo Rusty-. Tenemos problemas.

– Lo sé -dijo Barbie.

26

Junior se detuvo en los escalones de la comisaría y miró por encima del hombro hacia el tumulto que acababa de estallar en el ayuntamiento. Los de los bancos de fuera estaban de pie y alargaban el cuello, pero no alcanzaban a ver nada. Ni ellos ni él. A lo mejor alguien había asesinado a su padre (eso esperaba, así le habrían ahorrado la molestia), pero mientras tanto tenía cosas que hacer en la comisaría. En el calabozo, para ser exactos.

Junior empujó la puerta, en la que se leía TRABAJAMOS JUNTOS: LA POLICÍA DE TU PUEBLO Y TÚ. Stacey Moggin salió corriendo hacia él. Rupe Libby la seguía. En la sala de los agentes, de pie delante del malhumorado cartel que decía EL CAFÉ Y LOS DONUTS NO SON GRATIS, estaba Mickey Wardlaw. Por muy mole que fuera, se lo veía asustado e inseguro.

– No puedes entrar aquí, Junior -dijo Stacey.

– Claro que puedo. -«Claro» sonó «Caaa'o». Tenía todo un lado de la boca entumecido. ¡La intoxicación por talio! ¡Barbie!-. Estoy en el cuerpo. -«'stoy 'nel c'erbo.»

– Estás borracho, eso es lo que estás. ¿Qué está pasando ahí fuera? -Pero, entonces, quizá al decidir que Junior no sería capaz de ofrecerle una respuesta coherente, la muy zorra le dio un empujón en mitad del pecho. Hizo que se tambaleara sobre la pierna mala y casi lo tiró al suelo-. Márchate, Junior. -Miró atrás por encima del hombro y pronunció las últimas palabras que diría en este mundo-. Quédate donde estás, Wardlaw. Nadie va a bajar ahí.

Cuando se volvió con la intención de obligar a Junior a salir de la comisaría, se encontró mirando la boca de una Beretta de las de la policía. Le dio tiempo a pensar una sola cosa más (Oh, no, no será capaz), y entonces un guante de boxeo indoloro le golpeó entre los pechos y la empujó. Vio la cara de asombro de Rupe Libby del revés cuando la cabeza se le inclinó hacia atrás. Después ya no vio nada.

– ¡No, Junior! ¿Te has vuelto loco? -gritó Rupe mientras intentaba sacar la pistola-. ¡Wardlaw, cúbreme!

Pero Mickey Wardlaw se quedó allí de pie, mirándolos como pasmado mientras Junior le metía cinco balas en el cuerpo al primo de Piper Libby. Tenía la mano izquierda entumecida, pero la derecha todavía le funcionaba bien; ni siquiera necesitaba apuntar demasiado con un blanco inmóvil a solo dos metros. Los primeros dos tiros se hundieron en la barriga de Rupe y lo lanzaron contra el escritorio de Stacey Moggin, que volcó. El chico se puso en pie, doblado, aferrándose el estómago. El tercer disparo de Junior no acertó, pero los dos siguientes entraron por la parte superior de la cabeza de Rupe, que cayó en una grotesca postura de ballet, las piernas separadas, y la cabeza (lo que quedaba de ella) descansando sobre el suelo, como si realizara una última gran reverencia.

Junior entró en la sala de los agentes cojeando y sosteniendo la Beretta humeante ante sí. No recordaba exactamente cuántas balas había gastado; creía que siete. Ocho, quizá. O tropecientos cincuenta… ¿Quién podía saberlo con exactitud? Volvía a dolerle la cabeza.

Mickey Wardlaw levantó una mano. Su rostro mostraba una gran sonrisa asustada y conciliadora.

– Yo no te daré problemas, hermano -dijo-. Haz lo que tengas que hacer. -Y le hizo la señal de la paz.

– Eso haré -dijo Junior-. Hermano.

Disparó a Mickey. El grandullón cayó al suelo, y la señal de la paz enmarcó el agujero de su cabeza que hasta hacía poco había contenido un ojo. El otro ojo levantó la mirada para contemplar a Junior con la estúpida humildad de una oveja que mira el redil donde la van a esquilar. Junior le disparó otra vez, solo para asegurarse. Después miró alrededor. Por lo visto, tenía todo aquel sitio para él solo.

– Vale -dijo-. Vale.

Fue hacia la escalera, después regresó junto al cadáver de Stacey Moggin. Comprobó que llevaba una Beretta Taurus como la de él y le sacó el cargador a la suya. Lo reemplazó con uno lleno del cinturón de la agente.

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