Era Andrea Grinnell. Todas las miradas se fijaron en ella cuando se puso en pie; un signo de exclamación humano con su vestido rojo chillón. Miró un instante a Big Jim con una expresión de frío desprecio, después se volvió para contemplar a esas personas que la habían elegido tercera concejala cuando el viejo Billy Cale, el padre de Jack Cale, murió de un derrame cerebral hacía cuatro años.
– Conciudadanos, dejad a un lado vuestros miedos por un momento -dijo-. Si lo hacéis, veréis que la historia que está explicando Jim Rennie es absurda. Cree que se os puede hacer salir en estampida como al ganado en una tormenta. Yo he vivido con vosotros toda mi vida, y creo que se equivoca.
Big Jim esperó oír exclamaciones de protesta. No las hubo. Eso no quería decir necesariamente que la gente del pueblo la creyeran, solo que se habían quedado atónitos ante ese repentino giro de los acontecimientos. Alice y Aidan Appleton se habían dado la vuelta y estaban arrodillados en sus bancos, mirando boquiabiertos a la mujer de rojo. Caro estaba igual de pasmada.
– ¿Un experimento secreto? ¡Menuda chorrada! Nuestro gobierno se ha involucrado en cosas bastante horrorosas durante estos últimos cincuenta años, y yo soy la primera en admitirlo, pero ¿tener prisionero a todo un pueblo con una especie de campo de fuerza? ¿Solo para ver qué hacemos? Es una idiotez. Solo una gente aterrorizada lo creería. Rennie lo sabe, y por eso ha estado orquestando el terror.
Big Jim había perdido el ritmo por un momento, pero entonces volvió a encontrar la voz. Y, desde luego, él tenía el micrófono.
– Damas y caballeros, Andrea Grinnell es una buena mujer, pero esta noche no es ella misma. Está tan conmocionada como el resto de nosotros, desde luego, pero, además, siento decir que tiene un grave problema de dependencia de los medicamentos a consecuencia de una caída y de su subsiguiente consumo de un fármaco extremadamente adictivo llamado…
– Hace días que no tomo nada más fuerte que aspirinas -dijo Andrea con una voz clara y nítida-. Y han llegado a mi poder unos documentos que demuestran…
– ¡Melvin Searles! -vociferó Big Jim-. ¿Querrían usted y varios de sus compañeros sacar gentil pero firmemente a la concejala Grinnell de la sala y acompañarla a su casa? O quizá al hospital, para que la examinen. No es ella misma.
Se oyeron unos murmullos de aprobación, pero no el clamor que Big Jim esperaba. Por otra parte, Mel Searles solo había dado un paso adelante cuando Henry Morrison extendió su mano hacia el pecho de Mel y lo envió de vuelta a la pared, donde se dio un golpe que incluso se oyó.
– Dejémosla terminar -dijo Henry-. Ella también es concejala, así que dejémosla terminar.
Mel miró a Big Jim, pero Big Jim estaba mirando a Andi, casi hipnotizado, y vio cómo sacaba de su gran bolso un sobre manila de color marrón. Supo lo que era nada más verlo.
Cuando Andi sostuvo el sobre en alto, el papel empezó a agitarse atrás y adelante. Los temblores volvían, esos temblores de mierda. No podían haber escogido peor momento, pero a ella no le sorprendía; de hecho, casi podría haberlo esperado. Era el estrés.
– Los documentos de este sobre llegaron a mí a través de Brenda Perkins -dijo, y por fin su voz sonó firme-. Fueron reunidos por su marido y por el fiscal general del estado. Duke Perkins estaba investigando a James Rennie por una larga lista de faltas y delitos graves.
Mel miró a su amigo Carter en busca de consejo, y Carter le devolvió una mirada de ojos brillantes, muy abiertos y casi divertidos. Señaló a Andrea, después se llevó una mano a la garganta en posición horizontal: «Córtala». Esta vez, cuando Mel se adelantó, Henry Morrison no lo detuvo. Igual que casi todo el mundo en la sala, Henry estaba atónito mirando a Andrea Grinnell.
Marty Arsenault y Freddy Denton se unieron a Mel, que corría frente a la tarima, agachado como si cruzara por delante de la pantalla de un cine. Todd Wendlestat y Lauren Conree también se habían puesto en marcha desde el otro lado de la sala. La mano de Wendlestat aferraba un pedazo de bastón de nogal serrado que empuñaba a modo de porra; la de Conree agarraba la culata de su arma.
Andi los vio venir, pero no calló.
– La prueba está en este sobre, y creo que demuestra… -«que Brenda Perkins murió por esto», tenía intención de decir para terminar la frase, pero en ese momento a su mano temblorosa y cubierta de sudor se le resbaló el cordón que cerraba su bolso. Cayó al pasillo, y el cañón de su 38 de protección personal asomó por la boca fruncida de la bolsa como un periscopio.
En el silencio de la sala, todo el mundo oyó con claridad cómo Aidan Appleton decía:
– ¡Hala! ¡Esta señora tiene una pistola!
Siguieron otros instantes de atónito silencio. Entonces, Carter Thibodeau saltó de su asiento y corrió a ponerse delante de su jefe gritando:
– ¡Un arma! ¡Un arma! ¡UN ARMA!