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Barbie hizo un quiebro hacia la derecha y luego corrió hacia la izquierda de la celda. Junior disparó tres veces; explosiones ensordecedoras, un hedor a pólvora fuerte e intenso. Dos de las balas se sepultaron en el ladrillo, la tercera dio en el retrete metálico del suelo y produjo un clang. Empezó a manar agua. Barbie se golpeó con tanta fuerza contra la pared contraria de la celda que le vibraron los dientes.

– Ya te tengo -resolló Junior, «'a 'e 'engo». Pero en el fondo, con lo que quedaba de su recalentada maquinaria pensante, lo dudaba. Tenía el ojo izquierdo ciego, y con el derecho veía borroso. No veía un Barbie, sino tres.

Ese odioso hijo de puta se lanzó sobre el camastro justo cuando Junior disparó, y también esa bala erró el tiro. En el centro de la almohada que había en el cabecero se abrió un pequeño ojo negro. Pero al menos ya lo tenía tumbado. Ya no más correteos de aquí para allá. Gracias a Dios que he cambiado el cargador, pensó Junior.

– Me has envenenado, Baaarbie.

Barbie no tenía ni idea de qué decía, pero enseguida le dio la razón.

– Eso es, asqueroso títere de mierda, claro que sí.

Junior metió la Beretta entre los barrotes y cerró el ojo malo, el izquierdo; eso redujo el número de Barbies que veía a dos. Tenía la lengua atrapada entre los dientes. El sudor y la sangre le corrían por la cara.

– Veamos cómo corres ahora, Baaarbie.

Barbie no podía correr, pero sí podía arrastrarse, y eso hizo, directo hacia Junior. La siguiente bala pasó silbando por encima de su cabeza y él sintió una leve quemadura en una nalga justo cuando la bala rozó los vaqueros y los calzoncillos y arrancó la capa más superficial de la piel que había bajo ellos.

Junior retrocedió, tropezó, estuvo a punto de caerse, se agarró a los barrotes de la celda que tenía a la derecha y volvió a enderezarse.

– ¡Estate quieto, hijo de puta!

Barbie rodó sobre el camastro para buscar a tientas la navaja que tenía ahí debajo. Se había olvidado por completo de la puta navaja.

– ¿Quieres que te meta una bala en la espalda? -preguntó Junior, detrás de él-. Vale, a mí no me importa.

– ¡Dispara! -gritó Rusty-. ¡Dispara, DISPARA!

Antes de oír el siguiente tiro, Barbie tuvo tiempo de pensar: Por el amor de Dios, Everett, ¿de qué lado estás?

31

Jackie bajó la escalera seguida de Rommie. Le dio tiempo a ver la humareda de los disparos alrededor de los fluorescentes del techo y a oler la pólvora quemada, y entonces Rusty Everett empezó a gritar «Dispara, dispara».

Vio a Junior Rennie al final del pasillo, apretado contra los barrotes de la celda del fondo, la que los agentes a veces llamaban «el Ritz». Estaba gritando algo, pero apenas se le entendía.

No lo pensó. No le dijo a Junior que levantara las manos y se volviera. Le metió dos tiros en la espalda, sin más. Uno le entró por el pulmón derecho; el otro le perforó el corazón. Junior ya estaba muerto antes de caer al suelo con la cara apresada entre dos barrotes, los ojos estirados hacia arriba en una mueca tan crispada que parecía una máscara funeraria japonesa.

Cuando su cuerpo cayó, ante ella apareció Dale Barbara, agazapado en su camastro y aferrando en una mano la navaja que tan cuidadosamente había ocultado. Ni siquiera había tenido ocasión de abrirla.

32

Freddy Denton agarró del hombro al agente Henry Morrison. Denton no era su persona preferida esa noche, y nunca lo sería. Como si lo hubiera sido alguna vez, pensó Henry con acritud.

Denton señaló.

– ¿Qué hace ese viejo idiota de Calvert entrando en la comisaría?

– ¿Cómo coño quieres que lo sepa? -preguntó Henry, y agarró a Donnie Barbeau cuando pasó corriendo por allí gritando cualquier mierda sin sentido sobre unos terroristas.

– ¡Para de correr! -le vociferó Henry a la cara-. ¡Ya se ha terminado! ¡Todo está bien!

Donnie llevaba diez años cortándole el pelo y explicándole los mismos chistes trasnochados dos veces al mes, pero en ese momento miró a Henry como si fuera un completo desconocido. Después se zafó de él y corrió en dirección a East Street, donde estaba su barbería. Quizá tuviera intención de refugiarse allí.

– Ningún civil tiene nada que hacer en la comisaría esta noche -dijo Freddy. Mel Searles, junto a él, también se estaba caldeando.

– Bueno, ¿por qué no vas a ver qué pasa, asesino? -le preguntó Henry-. Llévate a este pasmarote contigo, porque ninguno de los dos hacéis ningún servicio aquí, joder.

– Esa chica iba a recoger la pistola -dijo Freddy; fue la primera de las muchas veces que lo diría-. Y no pretendía matarla. Yo solo quería, no sé, herirla.

Henry no tenía ninguna intención de discutir con él.

– Entrad ahí y decidle a ese viejo que se largue. También os podríais asegurar de que no hay nadie intentando liberar a los prisioneros mientras nosotros estamos aquí fuera corriendo de un lado para otro como un puñado de gallinas con las cabezas cortadas.

En los ojos pasmados de Freddy Denton se encendió una luz.

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