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– ¡Los prisioneros! ¡Mel, vamos!

Se pusieron en marcha, pero se quedaron petrificados por la voz de Henry, amplificada por el megáfono, a tres metros de ellos:

– ¡Y GUARDAD ESAS ARMAS, IDIOTAS!

Freddy obedeció las órdenes de la voz amplificada. Mel hizo lo mismo. Cruzaron por delante del Monumento a los Caídos y subieron corriendo los escalones de la comisaría con las armas enfundadas, lo cual seguramente fue algo muy bueno para el abuelo de Norrie.

33

Sangre por todas partes, pensó Ernie, igual que había pensado Jackie. Se quedó mirando aquella carnicería, consternado, y luego se obligó a moverse. Todo el contenido de la mesa de recepción había quedado esparcido por ahí cuando Rupe Libby la había volcado. En mitad de aquel desorden, Ernie vio un rectángulo de plástico rojo y rezó por que los de abajo todavía estuvieran a tiempo de utilizarlo.

Se estaba agachando para recogerlo (repitiéndose que no debía vomitar, repitiéndose que de momento aquello seguía siendo mucho mejor que el valle de A Shau, en Vietnam) cuando alguien, detrás de él, dijo:

– ¡Me cago en Dios, joder! En pie, Calvert, despacio. Las manos encima de la cabeza.

Pero Freddy y Mel todavía estaban desenfundando cuando Rommie subió por la escalera para buscar lo que Ernie ya había encontrado. Llevaba el rifle Black Shadow que solía guardar en su caja fuerte y apuntó con él a los dos policías sin dudarlo un instante.

– Vosotros, caballeros, será mejor que paséis hasta el fondo -dijo-. Y no os separéis. Hombro con hombro. Si veo luz entre vosotros, disparo. No pienso andarme con chiquitas. -«Shiquitas.»

– Guarde eso -dijo Freddy-. Somos policías.

– Unos gilipollas de primera, eso es lo que sois. Poneos ahí de pie, junto a ese tablón de anuncios. Y que vuestros hombros se toquen mientras vais hacia allí. Ernie, ¿qué puñetas estás haciendo aquí dentro?

– He oído disparos. Estaba preocupado. -Levantó la tarjeta de acceso de color rojo que abría las celdas del calabozo-. Vais a necesitar esto, creo. A menos… a menos que estén muertos.

– No están muertos, pero ha faltado poco, joder. Bájasela a Jackie. Yo vigilaré a estos tipos.

– No pueden soltarlos, son prisioneros -dijo Mel-. Barbie es un asesino. El otro intentó empapelar al señor Rennie con unos documentos… o algo así.

Rommie ni siquiera se molestó en contestarle.

– Venga, Ernie. Date prisa.

– Y ¿qué van a hacer con nosotros? -preguntó Freddy-. No irá a matarnos, ¿verdad?

– ¿Por qué iba a matarte, Freddy? Todavía me debes dinero de ese motocultor que me compraste la primavera pasada. Además, andas retrasado en los pagos, si mal no recuerdo. No, solo os encerraremos en el calabozo. A ver si os gusta eso de ahí abajo. Huele un poco a meados, pero ¿quién sabe? A lo mejor os encontráis a gusto.

– ¿Tenía que matar a Mickey? -preguntó Mel-. No era más que un chico tonto.

– Nosotros no hemos matado a nadie -dijo Rommie-. Esto lo ha hecho vuestro querido colega Junior. -Aunque seguro que nadie lo creerá mañana por la noche, pensó.

– ¡Junior! -exclamó Freddy-. ¿Dónde está?

– Yo diría que cargando paletadas de carbón en el infierno -contestó Rommie-. Ahí es donde colocan a los nuevos cuando llegan.

34

Barbie, Rusty, Jackie y Ernie subieron por la escalera. Los dos recientes ex prisioneros parecía que no acababan de creerse que seguían vivos. Rommie y Jackie escoltaron a Freddy y a Mel al calabozo. Cuando Mel vio el cuerpo de Junior tirado en el suelo, dijo:

– ¡Lamentaréis haber hecho esto!

Rommie contestó:

– Cierra el pico y entra en tu nueva casa. Los dos en la misma celda. Al fin y al cabo, sois amigotes.

En cuanto Rommie y Jackie volvieron arriba, los dos jóvenes empezaron a vociferar.

– Salgamos de aquí ahora que todavía podemos -dijo Ernie.

35

En los escalones de la comisaría, Rusty levantó la mirada hacia las estrellas rosadas e inspiró ese aire hediondo y al mismo tiempo impregnado de un olor increíblemente dulce. Se volvió hacia Barbie.

– Pensaba que ya no volvería a ver el cielo.

– Yo también. Larguémonos del pueblo mientras aún tengamos una oportunidad. ¿Qué tal te suena Miami Beach?

Rusty todavía se estaba riendo cuando subió a la furgoneta. En el césped del ayuntamiento había varios policías, y uno de ellos (Todd Wendlestat) miró hacia allí. Ernie levantó la mano para saludar; Rommie y Jackie siguieron su ejemplo. Wendlestat les devolvió el saludo y luego se inclinó para ayudar a una mujer que había quedado despatarrada en la hierba porque sus tacones altos la habían traicionado.

Ernie se sentó al volante y unió los cables eléctricos que colgaban por debajo del salpicadero. El motor se puso en marcha, la puerta lateral se deslizó hasta cerrarse de golpe y la furgoneta se alejó de la acera. Subió despacio por la cuesta del Ayuntamiento, esquivando a unas cuantas personas aturdidas que habían asistido a la asamblea y que caminaban por el medio de la calle. Enseguida dejaron atrás el centro y pusieron rumbo a Black Ridge, cada vez a más velocidad.

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